jueves. 18.04.2024
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Elogio de Roy Batty

Juan Ramón V. Mora
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Elogio de Roy Batty
Elogio de Roy Batty

«Fiery the angels fell; 
deep thunder rolled around their shores;
 burning with the fires of Orc.»

Las palabras que el Nexus 6 Roy Batty (número de modelo N6MAA10816) eligió para morir se repiten con frecuencia en mi memoria. El replicante invocó, al agonizar, las maravillas que había experimentado: naves de ataque incendiándose en el hombro de Orión, haces C iluminando la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhauser… Durante mucho tiempo asumí que había listado momentos en los que se sintió especialmente vivo. Ahora creo que esos momentos no fueron los que vivió de primera mano. Los replicantes son esclavos sofisticados, no más. ¿Por qué habría de creerle cuando me habló de sus viajes improbables?

Desde que vi su rostro apagarse no dejo de pensar en que es una lástima el hecho de que moriremos. Nuestros rostros nunca volverán a producirse. La muerte permanece y nosotros pasamos por aquí sin que nadie regrese a contar de qué se trata. Dejaremos tantas cosas sin hacer que no podemos evitar sentir algo como la nostalgia cuando consideramos lo que desaparecerá junto a nuestra carne.

En el fondo, donde albergamos la esperanza de que el fin de nuestro cuerpo no sea también el final de lo que somos, alojamos la vislumbre incómoda de que no tendremos otra ocasión para vivir. Entonces se vuelve terrible estar atrapados en una sola vida, llena de aridez y sufrimiento, hartos de ser quienes somos. ¿Podemos ser algo más?

Pienso que sí. Ya no ignoramos los medios para ampliar nuestras fronteras. Hemos inventado artilugios que simulan vidas y nos permiten expandir nuestras meras existencias terrenales. Gracias a ellos podemos, si queremos, mudarnos a la luna, remover el fango de nuestros días sin reparar en las manchas que nos han oscurecido el semblante al salpicar nuestro rostro, maquillar nuestras arrugas y silenciar nuestras penas exponiéndonos a las de otros.

Cuando sentimos que nuestros ánimos se marchitan, recurrimos al ganado que generosos pastores han criado para nosotros y le clavamos los dientes en el cuello. Nuestras mejillas vuelven a enrojecerse y podemos permitirnos la extraña ventura de seguir habitando este mundo. Es en esos ratos de alimentación cuando nos animamos a considerar que todo esto vale para algo, aunque con el tiempo no vaya a quedar nada. Creo que Roy Betty alcanzó a percibir, momentos antes de morir, esa extrema confusión de plenitud y absurdo. Luego decidió despedirse haciendo una celebración de todo aquello que le había sido dado imaginar. Después de fracasar en su afán por encontrar una respuesta a la angustia de su propia desaparición, evocó los instantes que le permitieron multiplicarse, dejar de ser esclavo y convertirse en un hombre verdadero; más humano que los humanos.

Por mi parte puedo decir que no he visitado el hombro de Orión, pero sí vi el rostro de Rachel a través del velo que dejaba escapar su cigarrillo. También espié a Norma Bates mientras le dispensaban la vida a una mosca. Sufrí con la llegada del invierno que cubrió de fatalidad al Hotel Overlook. Estuve ahí cuando el cadáver de Pedro —un niño pobre de la Ciudad de México— fue arrojado al borde de una zanja. Anduve junto a Sam Lowry después de que los sueños comenzaron a indicarle su alado destino de héroe. Desfilé con el circo que propulsó a Guido Anselmi más allá de la estratosfera. No he dejado de asistir ninguna noche a la pantomima que se presenta en el Club Silencio. He visto cómo las lágrimas de Roy Batty se confundían con la lluvia que lo cobijaba por última vez.



 

[Esta columna fue publicada originalmente en la Revista Cultural Alternativas del ICL]

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