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DISFRUTES COTIDIANOS

​Faros: esperanza y locura

Fernando Cuevas de la Garza

Tachas 183
Tachas 356
​Faros: esperanza y locura

Despuntan entre la niebla y la oscuridad para indicar la ruta, como en las utopías: vamos hacia ellos, damos un paso y se alejan dos, pero nos dan horizonte. Se levantan para mandar señales a las embarcaciones y a las poblaciones costeras, volviéndose una especie de extensión de tierra segura, aunque no lo sean tanto o en sus adentros se vivan realidades lejos de la lógica de tierra firme. El cine los ha retomado desde diversas perspectivas dada su condición de misterio, puerto seguro, conflicto emocional, esperanza de arribo o encierro que se eterniza, empezando por la clásica Gardiens de phare (Grémillon, 1929) y siguiendo con las cintas de Philippe Lioret (El desliz, 2001; El faro, 2004).

Pueden ser espacio para detonar el romance, los celos y agudos conflictos amorosos y familiares (El lobo marino, Wisbar, 1947; Manina, Rozier, 1952; Tiempos de alegría y dolor, Kinoshita, 1957; Deseo y decepción, Joanou, 1992; Contra viento y marea, Von Trier, 1996; Mientras nieva los cedros, Hicks, 199; Lucía y el sexo, Medem, 2001; El faro, Bottia, 2013; La luz entre los océanos, Cianfrance, 2016; To Keep the Light, Fae, 2016; El faro de las orcas, Olivares, 2016); igual que para la fantasía, la comedia y la aventura (Captain January, Butler, 1936; El faro del fin del mundo, Billington, 1971; Mi amigo el dragón, Chaffey y Bluth, 1977; Paperhouse, Rose, 1988; Taxandria, Servais, 1994; The Lightkeepers, Adams, 2009), y por supuesto el misterio, el horror y la incertidumbre (The Phantom Light, 1935; Niebla, Carpenter, 1980; El orfanato, Bayona, 2007; La isla siniestra, Scorsese, 2010).

Desquiciamiento en el faro

Un joven aprendiz que parece estar huyendo del mundo y de sí mismo (Robert Pattinson, transitando con credibilidad por los distintos estados mentales de su personaje) y un veterano del oficio farero sobre el que cargan ciertas sospechas (el gran Willem Dafoe, dueño de su propia locura como acostumbra), llegan a una isla diminuta a finales del siglo XIX, que alberga a un faro orientador en las costas de Nueva Inglaterra, para cuidarlo y mantener la luz cegadora e iluminadora, pero a la vez modificadora de la realidad con alcance romántico/sexual/místico, que sirve para señalar a los marinos  y habitantes de la localidad el destino y rumbo, enfoque y esperanza entre los mares de la incertidumbre.

La relación que van estableciendo entre ellos dos adquiere múltiples estadios y matices cargados de luchas de poder y sentimientos encontrados, que se deslizan de la jerarquía laboral humillante a la efímera camaradería etílica, pasando por el desprecio franco y directo, la desconfianza hacia el otro, el odio en espiral creciente, el insulto flatulento y hasta cierta tendencia homo erótica y paterno-filial: sorprende la capacidad de cómo se transita con autenticidad por todos estos pasajes emocionales y relacionales, gracias a un brillante guion intimista, cortesía del director y su hermano Max, así como a las propias interpretaciones, acentuando el lado misterioso, temeroso, inseguro y agresivo de ambos personajes.

Dirigida por Robert Eggers, quien con La bruja (2015), su primer largo, entregó una de las mejores películas de horror en lo que va del siglo XXI y se presentó como un realizador por completo prometedor y conocedor en el uso de referencias fílmicas y literarias, El faro (The Lighthouse, 2019) vuelve a los temas del aislamiento social –ahora en un pedazo de tierra entre el mar, antes en un bosque- y se pregunta sobre las condiciones que generan los cambios en las relaciones interpersonales, con elementos sobrenaturales no del todo explícitos pero de alguna manera presentes, cargados de referencias literarias, acá retomando a los clásicos griegos, Verne, Poe y Lovecraft, entre horrores cósmicos y mitológicos salpicados de fantasía y apuntes góticos.

El nexo entre estos dos hombres está fuertemente condicionado por el contexto y la atmósfera en el que se desarrolla, evoluciona y se trastoca sin remedio: al interior del faro no hay manera de no interactuar dada la estrechez de los espacios, usualmente descuidados, invadidos por suciedad y en constante deterioro; afuera se respira un ambiente solitariamente hostil, entre el interminable oleaje marino, las agresivas aves que no parecen tener miedo de nada y la sensación de putrefacción que atraviesa todo el relato, desde la provocada por la descomposición física hasta la mental. Una dialéctica que se rehúsa a quedarse estática, mientras los contrarios se metamorfosean según el momento que se trate.

Con ese formato de pantalla cuadrada, dando la sensación de visualizar tiempos idos, la fotografía de Jarin Blaschke en contrastante blanco y negro, aprovecha la iluminación con alcances expresionistas, reforzados por las inclinaciones y los acercamientos a esos diálogos y peleas que denotan el surgimiento irremediable de la locura y la lucha de contrarios: el filme regala encuadres de una absoluta fuerza emotiva, sobre todo los que capturan la débil luz de las lámparas nocturnas; en tanto, los sonidos electrónicos del score de Mark Korven establecen un extraño contrapunto que funciona para generar una mayor tensión, contenida prácticamente durante todo el relato pero presente en el acecho de realidades –tangibles y producto de la imaginación- que paulatinamente inciden en la convivencia y las mentes de los dos protagonistas, atrapados en sí mismos y en leyendas que absorben la verdad.

Desapareciendo en el faro

Un trío de cuidadores de la luz que alumbra a los marineros en las costas de Escocia desaparecieron extrañamente a principios del siglo XX. Es el hecho. En El misterio del faro (Keepers o The Vanishing, 2018), el director de trayectoria televisiva Kristoffer Nyholm y los escritores Celyn Jones y Joe Bone, elaboran una hipótesis acerca de qué fue lo que sucedió con ese experimentado cuidador (Peter Mullan, tratando de no perder los estribos), el segundo de a bordo dejando a la familia en tierra firme (Gerard Butler, cada vez más víctima de las circunstancias) y el joven acompañante (Connor Swindells, dubitativo), antes de que otras personas llegaran a la pequeña isla vacía y ausente de respuestas, acaso con una mesa puesta y una barca flotando en la orilla.

El filme consigue establecer un ritmo en tensión ascendente por la forma en la que se van desarrollando los personajes y sus distintas interacciones en ese lugar lejos de todo el bullicio social y emocional, enfrentándose a sus pasados, sus recuerdos y las añoranzas que de pronto acechan sin avisar. La llegada imprevista de otros barqueros trastocará por completo la dinámica establecida y dará origen al flujo de los supuestos sucesos. Con una cámara que se entromete en los espacios cerrados y sale para retratar la fría belleza del paisaje, se combinan los puntos de vista de los personajes para brindarle sustento e interés al argumento.


 

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