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Historia hética de un hombre indulgente

Ricardo García Muñoz

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Ricardo García Muñoz
Historia hética de un hombre indulgente

Elisa no estaba segura de si era una señal maravillosa o el presagio de un desastre, pero sí sabía que de seguir bebiendo sola en aquella mesa de cantina alguien saldría herido.

Luego de veinte minutos de retraso llegó Antonio; el mostacho negro y lacio le escurrió por un labio cuando besó la mejilla fresca de Elisa.

—¡Aquí están los documentos de divorcio! –dijo el abogado.

Elisa clavó las uñas de su mano derecha en la piel depilada del muslo. Con la otra mano, estiró el puño y recogió la pluma que estaba en la carpeta de piel que sostenía Antonio. Miró las letras. Las romanas, las negritas, el borde cáustico de su nombre; siguió el fantasma del texto hasta donde estaba el renglón para su firma. Una línea larga y aterida. Aspiró todo el oxígeno que pudo y rayó con sutileza el papel de divorcio.

Antonio pensó que el mundo se caería otra vez. El pasmo lo dejó insatisfecho. Por un instante quiso que hubiera gritos, caos, odio. Quiso llorar pero un dolor en la cabeza le secó las lágrimas.

Elisa dio un trago a su cuba libre y exhaló la tristeza entre las rebabas de alcohol que quedaron en sus labios. El clímax del amor siempre es un vértigo, una alfombra de serpientes.

Antonio inclinó la cabeza sobre los papeles para verificar la firma y un silencio en la cantina lo dejó helado. Caló la punta de la pluma bic encima de su nombre y sentenció el final de los finales con un punto y aparte de un silencio. Cualquier palabra sería incómoda, una saeta a las lágrimas. Le entregó a Elisa la copia del legajo y el tiempo presente se desmoronó ante los ojos. Algo crujió entre sus almas. Habían signado el porvenir. Un espacio incierto que prometía mejores cosas. Elisa dio un trago apresurado.

—¿Quieres algo más? –Antonio reclinó el cuerpo en el respaldo de la silla para llamar al mesero y pedir la cuenta.

Elisa agitó el vaso con los restos de hielo moribundo.

—¿Otra? –Antonio desaprobó en principio con la cabeza, pero sintió pisar un campo minado. Elisa era un pasado. Respiró hondo y solicitó otra cuba libre para la señora. Miró el reloj, se acodó en la mesa y quedó mirando los muñones de los cigarrillos en el cenicero. Elisa escanció la coca cola de refil sobre el vaso con hielos y sorbió la espuma negra que bullía en el borde de cristal. Con el dedo índice, agitó el brebaje y calmó la erupción.

—¡Quiero algo más! –dijo Elisa.

La mesa tembló. Antonio no escuchaba su voz desde la noche que discutieron los términos del divorcio. Para su sorpresa, Elisa sostenía las palabras en una línea imaginaria, así que no estaba tan ebria como él supuso.

—Dime –dijo el abogado.

—¿Me puedes llevar a la casa? –Antonio miró el reloj para encontrar una negativa, una salida. Sabía que no era una gran idea convivir más tiempo con una Elisa ebria, una Elisa que estaba a punto del desastre y que tarde o temprano acabaría rogándole por el amor electrodoméstico. Y cuando Elisa rogaba, se abrían las puertas del purgatorio. Acababan hablando de cosas confusas; iniciaban en un punto submarino de los besos fríos y terminaban en el Himalaya del chinga tu madre. Antonio sabía que ya no tenía atajos para devolverse a la misma almohada descendiendo a rapel o en caída libre.

—¡Claro! y ¿el auto? –dijo con sorna.

—No quise traerlo. Cuando bebo no manejo. Lo sabes.

—Está bien. No hay problema. Manuel me prestó su auto, así que con gusto te llevo a tu casa –Antonio apagó el fuego.

Elisa pidió la cuenta y un vaso desechable para llevarse una cuba libre moribunda. Se levantaron al mismo tiempo de su lugar. El abogado extendió la palma de la mano, con un ademán caballeresco, le ofreció que fuera delante; ella caminó apretando las rodillas y con firmeza atravesó el restaurante. Antonio le miró detrás. Con un impulso, casi una obligación, le revisó el trasero. Recordó el lunar café con la figura de una lágrima justo en el cenit de la nalga derecha.

Llegaron al auto. Antonio le abrió la puerta del vehículo del lado del copiloto. Elisa quedó sentada con las piernas abiertas. Antonio, luego de acomodar la distancia del asiento y calibrar los espejos del auto, acarició el volante y miró de reojo, casi como un sueño, el triángulo de una tanga gris como un crepúsculo de otoño sobre un delta de agua dulce. Miró el sitio que guardaba los secretos de aquella cabaña donde hicieron el amor por primera vez; estaban ebrios y a despecho de las copas se besaron, y ella dejó caer la cabeza hacia atrás como una bola de billar en un alambre y sus senos quedaron expuestos al veneno de la lengua; Antonio metió la mano debajo de su falda para encontrar una tanga mojada, igual que una epifanía.

Encendió el motor del auto y el ronroneo sacudió una lágrima desde su mejilla hasta un planeta de pesares. Elisa quedó mirando al frente. El perfil desbrozaba unos pechos firmes y duros que lo mandaron al amanecer de esa cabaña con la cabeza hundida entre un par de capullos. Antonio embragó la reversa. Tosió el motor. Reculó haciendo un ruido de maraca y salió del cajón de estacionamiento. Cuando se perfilaba por la avenida Patria, sólo escuchó el chasquido de la lengua cuando pasaba el ron por la boca. Elisa jugaba con la orilla del vaso de plástico. Dio un trago largo y al sentirse descubierta por la mirada filosa de Antonio, colocó el vaso entre sus piernas.

Doblaron la esquina de la colonia y el auto disminuyó la velocidad hasta quedar varado afuera de la casa, ahora, de Elisa.

—¡Listo! –dijo Antonio.

—¡Gracias!

Elisa abrió la puerta del auto y en un movimiento brusco, quiso correr, pero un latigazo de vómito la hizo frenar de golpe. Antonio corrió del otro lado del vehículo y le tomó la cabeza, la inclinó en noventa grados hasta que el último estertor de las náuseas la dejó incorporarse. Ella lo tomó del brazo y dejó que la asistiera.

Antonio la encaminó al baño y se quedó en la sala. Paseó por su antigua casa como un astronauta y encontró las fotos familiares con los huecos donde una vez estuvo su imagen.

Se tomó la sien. Quizá podría pedirle un beso de despedida. Quizá ella tenía planes para no dejarlo ir así nomás. Quizá el último deseo era sexo de reconciliación; temeroso y nostálgico. El amor no podría cambiar ese presente finito, pero Antonio podría cambiarse a sí mismo.

Escuchó correr el agua. Y de inmediato la noche en que decidieron separarse para siempre salió del grifo.

La amaba.

Antonio tocó en la puerta del baño.

—¿Estas bien? –dijo, pero no recibió respuesta–. Me voy –gritó.

Apenas dio una zancada cuando escuchó el gruñido mecánico de la perilla, los pasos desnudos y un “Espérate, cabrón” largo y mormado… ¿Lo habría dado todo? ¿Faltaría algo?… Él le había perdonado a Elisa que lo hubiera engañado durante dos años, tres veces por semana. Ella no le perdonó jamás que la hubiera perdonado… y disparó.

Del libro, Los impostores 2018




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