Es lo Cotidiano

NOVELA POR ENTREGAS, III/IV

¡Yo ho ho, la botella de ron!

Bernardo Monroy

¡Yo ho ho, la botella de ron!

III. Aire

No. Las alturas no me daban miedo. Me infundían pavor.

Con toda seguridad, te preguntarás cómo era posible que maestros y estudiantes podíamos trasladarnos a Escandinavia o el mar Caribe y a cualquier parte del mundo con tanta rapidez. Pues bien, era gracias al Albatros, la máquina voladora de Robur el Conquistador, ingeniero protagonista de la novela homónima de Julio Verne. Robur es el creador de los albatros, máquinas voladoras a las que llama “más pesadas que el aire”, y como el ave que lleva su nombre, puede volar sin ningún esfuerzo durante varias horas.

Robur, al igual que Nemo, tenía fama de terrorista y criminal, pero era un genio incomprendido que amaba el conocimiento, la tecnología y la ciencia por encima de todo. Colaboraba en la escuela de Quatermain por el mismo motivo que muchos: por enseñar lo que sabía y por demostrar a hombres más jóvenes que él que la aventura se podía enseñar cómo se enseñaban las artes y las ciencias. Robur donó a Quatermain el Albatros, que servía para trasladarnos rápidamente a cualquier lugar del mundo.

El Albatros medía 30 metros de largo, dividido en plataforma, máquinas de suspensión y maquinaria. La aeronave podía surcar el cielo soportando tormentas y toda clase de inclemencias del tiempo; sin duda, era un prodigio de la tecnología, en un nivel solamente comparable con el Nautilus. La nave voladora se impulsaba gracias a hélices colocadas en partes superiores y laterales, y daba la impresión de un barco flotante.

Bastien y yo miramos el cielo desde la proa de la aeronave. Las nubes nos rodeaban y el frío a esa altura era tan intenso que calaba en nuestros cuerpos. Miré abajo: el mundo parecía una diminuta maqueta. Suspiré. Sabía que tarde o temprano tendría que saltar al vacío y comenzar a volar. La idea me hacía sudar, como si todavía estuviéramos tolerando el calor del Caribe.

Para poder volar, Robur nos había enseñado a construir ornitópteros, mejor conocidos como las alas para poder surcar los aires, diseñadas originalmente por Leonardo da Vinci. El genio renacentista los creó creyendo que sería posible que el ser humano volara imitando el movimiento de los pájaros, pero todos sus modelos habían fracasado porque la estructura ósea de los humanos era diferente, además de que carecíamos de plumaje. Robur agregó un motor de vapor para suplir lo que los pájaros tenían. El equipo para volar consistía en dos alas de cuero que alcanzaban nuestros brazos y una mochila que tenía el motor de vapor, que se alimentaba gracias a las nubes. Tan sólo debíamos aletear, aletear y aletear, hasta elevarnos y permanecer planeando. ¿Qué encontraríamos en el cielo? Nadie lo sabía.

Robur era un hombre de complexión un tanto robusta, vestido no como pirata, sino como el elegante capitán de un barco. Usaba dos insignias: la primera era un sol dorado, que llevaba como bandera en la proa del Albatros, y la segunda una letra “R”, cuya línea vertical se convertía en un ala. Usaba barba de candado y su cabello estaba pulcramente cortado a rape. A diferencia del capitán Nemo, Lindenbrock o Fogg, era uno de los personajes menos conocidos de Julio Verne, pero no por ellos menos brillante ni sagaz, pues mientras uno dominaba el mar, otro el centro de la Tierra y otro el mundo, él dominaba el cielo.

Robur, acompañado de Turner, su contramaestre, nos dijo que nos preparáramos, pues estábamos por saltar al vacío. Vestíamos chamarras de cuero café, bufandas y gafas protectoras. Bastien, callado y ausente como siempre, extendió sus alas. Quise expresar que estaba aterrado, que no tenía valor suficiente para vencer mi miedo a las alturas, pero ya era demasiado tarde, y había llegado tan lejos recorriendo dinosaurios, hongos gigantes y piratas, que no podía regresar… creo que esa es la esencia de la aventura: seguir adelante pase lo que pase.

Bastien saltó primero que yo desde la proa del Albatros. Robur y Turner me dijeron que era mi turno. Tragué saliva y sin esperar unos minutos, me lancé.

Al principio, caí al vacío. No podía respirar y sentía todo el poder de la fuerza de gravedad sobre mí. Supe que la única salida era aletear, aletear, aletear y nada más que aletear.

Ascendí.

¡Estaba volando!

Quedé suspendido entre las nubes, mirando a lo lejos al Albatros. Las figuras de Turner y Robur se veían cada vez más pequeñas. Volví a aletear y subí cada vez más y más. De acuerdo con los libros que el profesor Hawkins me había hecho leer de tarea, se avecinaba un horror en las alturas.

Volé cada vez más y más. Ya no tenía miedo a las alturas, sino al contrario: atravesar las nubes y sentir cómo el aire me golpeaba el rostro era una sensación excitante, revitalizadora, adictiva. Durante unos momentos olvidé de que estaba en una escuela, que todo era un proceso de aprendizaje. Di vueltas de 360 grados, volé en espiral y en vertical. No sabía dónde estaba Bastien, no sabía dónde estaba Robur ni el Albatros y sinceramente, no me importaba. Comprendí que el lugar común “libre como un ave” era una verdad incuestionable. Decidí ascender cada vez más, hasta llegar a los 40,000 metros de altura.

El cielo se hacía cada vez más oscuro, y el aire me dificultaba la respiración. Entonces, a lo lejos, pude ver a una criatura amorfa, gelatinosa, de colores amarillo y verde neón, rodeada por nubes de vapores espesos color café. Despedían una hediondez insoportable. De acuerdo con el cuento corto Horror en las alturas, escrito por Sir Arthur Conan Doyle, esas criaturas habitaban en el cielo y atacaban a los aeronautas. Se alimentaban de gases y putrescencias de los habitantes de tierra firme, y no soportaban que invadieran su espacio. En cuanto algún aeronauta osaba hacerlo, lo atacaban con sus fauces deformes y sus tentáculos repletos de venas y viscosidad. El único que las había visto fue el profesor Joyce-Armstrong. Escapar de esas cosas que, literalmente, no tenían ni pies ni cabeza, era lo más difícil de nuestra educación como futuros aventureros.

Me concentré en averiguar la forma de escapar de esas cosas repulsivas, cuando de pronto vi un bulto que caía al vacío. Tenía alas de ornitóptero rotas, y una mochila… su cuerpo tenía la mucosidad de esas criaturas y también una máscara blanca.

Bastien había caído en batalla.

Intenté salvarlo, pero sabía que sería inútil: ¿Cómo lo cargaría? O aleteaba yo o nos íbamos al vacío los dos. Volé en picada y lo último que vi antes de que se perdiera entre las nubes fue su rostro, desfigurado a causa de las quemaduras que le infligió su madre cuando era niño. Nos miramos a los ojos y fue lo último que vi de él. Enfrentar el proceso de duelo cuando debes aletear para salvar tu vida de unos monstruos gelatinosos es bastante difícil.

Durante unos segundos miré abajo. El cuerpo de Bastien se hacía cada vez más pequeño hasta perderse. Recordé cuando lo conocí: nos asignaron como compañeros y a James Hawkins como tutor personal. Así era el sistema en la escuela: un tutor por dos alumnos que llegaban a la escuela, a la edad de 14 años. La institución no tenía muros, no era uno de esos prestigiosos internados. Quatermain nos dijo que la aventura estaba en cada rincón del mundo, y que, salvo leer a los clásicos de la novela de aventuras como Salgari, Verne, Wells, casi todo sería práctica de campo.

Conocí a Bastien cuando acampamos en la selva antes de partir rumbo al centro de la Tierra. En un principio me pareció un tipo antipático. De esos compañeros de clase cortantes, no de pocas sino de nulas palabras. Siempre portando su máscara y siempre con actitud triste y reflexiva. Poco a poco, preguntando a otros compañeros y maestros y atando cabos sobre su vida, pude conocerlo mucho mejor. Era un ser humano trágico, una víctima de las circunstancias. Su padre, Eric, no era un monstruo sufrido que habitaba en la Ópera de Paris, sino un verdadero hijo de puta, un psicópata al que le gustaba extorsionar, perjudicar, dañar, violar y maltratar. Hacerse pasar por un fantasma cuando en realidad era un demente que sólo mostraba humanidad ante Cristina, la cantante de ópera de quien se enamoró… pero antes que ella hubo muchas víctimas de su maldad, entre ellas la madre de Bastien, quien en cuanto dio a luz sólo veía en él la concentración de su sufrimiento y su dolor, por lo que decidió desfigurar su cara y dejarlo en un orfanato. Bastien creció y huyó. Vivió en las calles de París, donde conoció a una niña de nombre Cossette y a un ladrón de pan llamado Jean Valjean. Ellos le presentaron a Allan Quatermain y, bueno… el resto es historia. Al igual que yo, Bastien tenía catorce años. Ahora estaba muerto.

-¡Concéntrate, concéntrate, maldita sea, Ulises! –me gritó una voz que reconocí al instante. Era el profesor Hawkins. Llevaba un ornitóptero y volaba a mi lado.

-No puedo… Bastien acaba de morir…

-No pienses en eso –advirtió-. Volaremos lejos de esas criaturas. Eso es lo esencial.

Un tentáculo intentó enroscarse en mi pierna, pero Hawkins me jaló lejos de él. Los monstruos gelatinosos eran enormes. Medirían lo mismo que el Albatros. Despedían un hedor que casi me hizo vomitar. Hawkins me dijo que lo siguiera. Volamos entre un espacio entre dos monstruos, uno de color rosa neón y otro amarillo fosforescente. Una boca del tamaño de una letrina, con cientos de hileras de dientes del tamaño de espadas quiso devorarnos, pero ya estábamos bastante lejos.

-Lo hiciste muy bien… aunque hubo una baja –dijo Hawkins-. La primera que tengo como maestro. Ya sólo me quedas tú. Ahora que ya vencimos la tierra, el mar y el aire, nos queda el espacio exterior. Espero hayas leído De la Tierra a la Luna. Ahora volemos de vuelta al Albatros.

Aterrizamos en la cubierta del Albatros. Nos esperaban Robur, Turner y Allan Quatermain.

-¿Saben lo que quiero? –preguntó Hawkins.

-Déjame adivinar –respondió Quatermain, con su británica frialdad de cazador y caballero-. Una botella de ron.

-No solamente eres un gran cazador, Allan. Eres también un buen adivino. Supongo que alguna tribu te enseñó esa arte ocultista.

-James, no estoy jugando –dijo en tono seco, cortante. Como si no se dirigiera a un colega sino a un alumno más-. Si quieres seguir siendo tutor en esta escuela deberías de controlar tu forma de beber.

-Ya sabemos que las muertes son parte del estilo de vida de esta escuela, Allan, además controlo perfectamente mi manera de beber…

-No me hagas hacerte quedar mal ante tu pupilo, James. Estabas acabándote una botella de ron cuando Bastien fue atacado por los monstruos de las alturas. Tienes suerte de que no hayan muerto los dos. Tu alcoholismo está afectando tu desempeño y eso es algo que no puedo permitir. Eres un profesor brillante, pero sumamente conflictivo. No hay día en que dejes en paz a Mowgli… te burlas de él porque todos sus alumnos mueren, pero ahora tú no eres diferente.

Hubo un silencio incómodo, roto únicamente por el sonido de las hélices del Albatros. Robur, Turner, Quatermain y yo, miramos a Hawkins. No podía creer que había dejado morir a Bastien. Preferí tragarme el dolor y no echarle en cara nada. Hawkins sacó de su petaca la botella de ron y la arrojó por la borda.

-Veamos si le das…

Quatermain desenfundó su rifle Martini-Henry y sin problema disparó al aire diez veces. La botella se hizo añicos y minutos después, uno de los monstruos gelatinosos cayó junto con los trozos de vidrio. Sí. Sin duda, es el mejor francotirador que existe.

-¿Decías?

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