viernes. 19.04.2024
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Invitación

Luis Fernando Alcántar

Invitación Luis Fernando Alcantar
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Escribía siempre que podía, con pluma o con lápiz, eso le daba igual. Era una forma de encontrarse más allá de sus ocupaciones: No le recomiendo ser adulto a nadie. Una vez que mi vida se aproximó a esta línea de sombra, no hubo marcha atrás. La dichosa madurez es una rutina estéril. Quisiera no ser esto que represento. Y creo que escribir esto tampoco sirve para mucho. Terminó ese párrafo y se puso a buscar el control remoto de la televisión, que siempre se perdía en el mar de almohadas, colchas y ropa.

Practicó zapping durante unos minutos, pero no le interesaba la programación de los más de cien canales que tenía. Pensó en llamar a la compañía para cancelar su suscripción del paquete 'premium', pues de todos modos no tenía mucho tiempo para disfrutar de tan espléndido pasatiempo.

El conductor de noticias entrevistaba a un tipo que hablaba sobre el tiempo y las posibles conexiones que éste puede generar. Arrojó el despertador al suelo. Un reloj que a veces vibraba, sobre todo cuando tenía batería. Golpeó en la pared varias veces, como parte de una costumbre que tenía antes de alistarse.

Bajó a la cocina y encendió la cafetera. Vio el amanecer por la ventana: pocas nubes y el cielo que aún se veía oscuro. Se sirvió una taza de café y volvió a su habitación para dormitar. Hacía gestos frente al espejo antes de rasurarse. En su escritorio le esperaba un legajo de papeles, un recordatorio de la oficina. Mientras revisaba su correo vio una invitación de unos excompañeros de la escuela.

Miró al techo durante unos instantes. Recordó su etapa estudiantil y vio algunas fotos que tenía en una repisa: Rostros sonrientes y llenos de vida. La pantalla apagada de la televisión le devolvió la visión de un rostro gris y desencajado.

Guardó el sobre recibido en un libro del estante que parecía sostenerse de milagro. Lo más probable era que no asistiera al reencuentro. En la radio brotaron dos canciones que le causaron sorpresa. Comenzó a moverse mientras se peinaba. Sus ojeras se veían como si siempre hubieran estado ahí. Ya no recordaba cómo habían llegado esos bultos negros. Ensayó el mismo copete embadurnado de gel de su primera etapa escolar. Sólo le faltaba la energía y el uniforme, no le gustó el resultado y decidió enjuagarse el cabello.

Lucía como alguien que durmió un par de horas de sueño –interrumpido por x ó y razón–. Antes de irse vio a dos adolescentes en la calle que corrían. Se le escapó un suspiro mientras terminaba de abotonarse la camisa. Regresó por los papeles. Siguió otro bloque de canciones que lo entusiasmaron. Era su dimensión favorita. Un pedazo emocionante de otra vida. Volvió a suspirar. Cerró sus párpados y movió su cabeza con pesadez de arriba a abajo y hacia los lados.

Esa mañana decidió no utilizar corbata. La marcha del motor se detuvo y no pudo arrancar. Su auto ya le había fallado en otras ocasiones. Tuvo que caminar. A esa hora pocos vecinos corrían por la calle. Saludó a su vecina, una anciana con la que a veces hablaba.

Con un parque a la vista decidió cortar camino por la zona arbolada. Conforme se adentraba, la luz solar parecía esconderse entre los árboles. Entonces vio a un hombre que dormía cerca de un tronco, se acercó a él y pisó un gran trozo de madera.

El extraño despertó de golpe. Un escalofrío le corrió de la espalda a la nuca. Sus miradas se encontraron. Era como ver su reflejo en un cuerpo de agua; a excepción del cabello gris, la delgadez y los movimientos pausados. El reflejo se acercó a su oído y le dijo algo. Abrió sus ojos más de lo normal. Vio los árboles, luego al cielo. Tomó una piedra y la arrojó contra un tronco. Para entonces su doble envejecido ya no estaba.

Ese día llegó tarde a la oficina. Tomó un papel en el que escribió un mensaje. Fue al escritorio de su jefe y le dejó el papel cerca de la computadora. Bebía cerveza helada de un tarro. Antes de ir a la reunión pasó a un bar cerca de su casa. En el bar cantaba una mujer de cabello oscuro. Era una de las canciones que había escuchado esa mañana, eso le motivó a pedir tres tarros más. Luego siguió su camino.

Esa noche casi no tenía voz, y se le veía tambalearse cada vez que iba al baño. Hablaron sobre la escuela, los maestros y una que otra anécdota que revivieron con gritos y risas que contribuían con su cuota de ruido a la barra. Afuera del bar intercambiaron sus números, correos y direcciones. No todos eran de la misma ciudad. Sabía que quizás volverían a reunirse.

Un legajo de hojas blancas voló entre los árboles. Volvió a casa con paso firme. Tomó una cuerda, la amarró a su cuello, se subió en una silla pero la cuerda se rompió. Entonces recordó lo que le había dicho el hombre que se parecía a él. Se puso a dibujarlo con garabatos. Al día siguiente no volvió a la oficina.





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Luis Fernando Alcantar. Reportero que a veces escribe cuentos. Colaborador en Avenida Digital 3.0 y otros medios.

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