martes. 23.04.2024
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MEMORIAS DEL SUBDESARROLLO

A mi lado un ángel

Marcelino Díaz Mares

A mi lado un ángel

Cuando volví me sentí deslumbrado. Ahora no era el cascarón de mi infancia, ahora era una iglesia en forma, viva, sólida, como si el nuevo siglo la esperara para las nuevas batallas de la cristiandad. Allí estaba yo, en Zamora, ya todo churido, frente al santuario guadalupano, majestuoso. Había pasado por aquí en otros años, mientras llevábamos medicinas a la tierra caliente. Alguna vez caminé sus calles, en tardes cálidas, pero se decía que la iglesia estaba en ruinas, que sólo quedaba lo que se podía ver de la cáscara.

A pesar de mi antiguo poder de ubicación, siempre quedaba descuadrado para llegar allí. Esta vez no fue la excepción. Salí por una de las esquinas de la plaza, viniendo de Amado Nervo, pasé los portales y di vuelta a la izquierda. Por aquí llegó, me dijo mi memoria aún orgullosa. Caminé varias cuadras y llegué a un punto en donde alguna vez me sentí perdido, pero dije, no por aquí tengo que retornar, pero no ahora, esta calle debe torcer o entroncar con la que me lleve a la iglesia gótica.

Y allí tienes a Marcelino, viejo y cojeando, pero contento de saber que allí estaba el monumento. Iba incluso coqueto y echado para adelante. Me tocó ver a dos o tres chicas de esas muy sanitas, las famosas güeras, supuesto herencia de la invasión francesa. Yo no lo sé, porque las ciudades cambian. Recuerdo el güererío de Jerez de los años 80 y ahora vas y parece que la migración se las llevó o la combinación de ahora ha perdido calidad. Aquí no, Zamora me recibía con esos ingratos abrazos para los que vamos de salida.

Y así es la vida, sobrino, tú que vienes a inquirirme sobre el recuerdo, tendrás que saber que la ventura llega y se va, y si la tomas la echas a perder. Iba yo discutiendo con mis terquedades acerca de que tendría que dar al punto buscado cuando la vi venir.

Era una chica de pantalón de mezclilla, blusa blanca, hermoso talle y abollonados senos, de zapatos rosados que más se acercaban a las zapatillas de ballet y que le daban una agilidad, una gracia y una apariencia de apenas deslizarse por el piso. Era blanca de piel, justo antes del punto en que la blancura se transforma en transparencia, ella no, conservaba un leve toque dorado que la hacía única y se acentuaba con el pelo rubio, levemente rizado, recogido detrás de la nuca. Cargaba una funda de instrumento musical. Sus ojos eran color miel y la nariz justo un moñito gracioso que propiciaba un canalillo que descendía a los labios turgentes, un poco separados.

Pasó junto a mí y no me hizo caso alguno. Volteé a verla y no hizo lo mismo ella. Siguió, más con la cadencia de una danza que con la marcha de una guerrera. Era verdaderamente bella, algún grosero diría que en la cama sería una gacela. Ahora lo digo, pero entonces no lo pensé, sino que suspendí mi polémica interna y agregué ese momento hermoso a mi recorrido. Lo demás valdría la pena tan sólo por ese hálito de suerte.

Unos doscientos metros adelante encontré la calle sobre la que se veían las agujas levantadas del Santuario. Respiré con plenitud, la orientación no se había perdido del todo. Caminé hacia el lugar, criticando que a un lado del templo hayan construido una estructura espantosa que pretende ser moderna. No sé si sean oficinas gubernamentales, ni me importa, el caso es que parte del edificio invade la calle, en contraste con esas agujas que hunden sus puntas en el cielo.

Me acerqué con cautela, después de todo era un momento importante dentro de mi vida, reencontrarme con lo que al parecer fueron ruinas antes de ser concluidas y necesitaron de la reconstrucción muy cercana a ese día del caminante. Crucé las calles con cuidado, no fuera a ser que me atropellara algún cafre. Soy un católico en retiro o en lejanía, asisto a la iglesia por compromiso o por acompañar a alguien, sin que esto quiera decir que no soy religioso. Sentí ganas de recargarme en una pared y contemplar el edificio a plenitud. Era grandioso, triángulos con puntas largas y agujas. Sentí el llamado a entrar. Después de todo, los turistas baten la intimidad y la gracia de los espacios, por qué no iba yo a hacer el numerito completo.

Dejé que pasara un buen grupo de vehículos y me acerqué al filo de la banqueta. No había semáforo en este entronque, que no crucero, y esperé que pasara un asmático carro. Giré un poco mi cara hacia la derecha y allí estaba, la funda, la blusa blanca, los zapatos finos y una cara que veía fija hacia la calle. Bajé con cuidado, observé que el conductor me hacía indicaciones de que pasara, seguramente la orden era para ella, pero ni modo de evitarme. Pero algo la obligaba a no voltear hacia el chofer y tuve que hacer un gesto de comunicación con ella y decirle nos da el paso, dice que pasemos y con mis zancadas más largas, llegué primero al otro lado de la calle, sin descuidar que era de doble sentido y podía ser pillado por algún enemigo de las cortesías.

Me detuve en la entrada al atrio, nuevamente mi mirada se sorprendió, cada paso más cerca me cambiaba la perspectiva. La muchacha pasó junto a mí, ahora fui yo quien la seguí y pude admirarla. No varió sus pasos y yo preferí frenar un poco los míos. Entramos por la única puerta abierta esa mañana y ella lo hizo por el lado izquierdo y yo por el derecho.

Tomó un poco de agua bendita y entró. No sé si se santiguó, seguramente sí, pero al recibir el juego de luz y sombras entre la oscuridad del edificio y la luminosidad de los vitrales pude ver que se orientaba, estrictamente, a la derecha y yo seguía tras ella sin dar algún indicio de cortesía al invadir el recinto. Por fin juzgué que debía sentarme y emprendí mis pasos a las bancas que daban al altar principal.

Antes de voltearme totalmente, ella giró, me vio con intensidad, como preguntándose algo que desde luego nunca sabré, y volvió sobre sus pasos, quizás a perderse en alguna puerta de sacristía o capilla alterna.

Estuve un rato sentado, empezando a procesar lo extraordinario dentro de lo ordinario. Dirás tú, es el sueño y la calentura de un viejo crápula. Pero no, fue algo diferente, como si fuera a mi encuentro, como si esperara el momento de acompañarme. Era hermosa, imposible que la maltratara o destruyera el sueño.

De no ser acusado de viejo de chocho podría decir que no había ido a un lugar en tierra, que se había integrado al vitral y había empezado a tocar su fino instrumento en loor a mí.