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CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA

Midsommar (Ari Aster, 2019)

Juan Ramón V. Mora

Midsommar
Midsommar (Ari Aster, 2019)
Midsommar (Ari Aster, 2019)

 

One situation —maybe one alone— 
could drive me to murder: 
family life, togetherness.
Patricia Highsmith

 

Ari Aster ya pobló las pesadillas de muchos con la insólita Hereditary (2018). En su ópera prima Aster se sumergió en los horrores que produce una familia disfuncional y en su ópera seconda extiende los alcances de ese horror hacia la sociedad, que de cierta forma es la familia extensa de todos y parece la continuación temática más natural, a pesar de que  el mercado esté comenzando a llenarse de lo que se ha dado en llamar "horror social". Las dinámica enfermizas son similares sin importar la escala. Estar juntos es muchas, tantas veces, un infierno.

Así como las familias felices y prósperas nunca lo son del todo, las utopías que nos inventamos también tienen un reverso. Cada generación cree estar más consciente de los problemas y más cerca de las soluciones. La mecanización de la existencia y el desalmado arroyo de la modernidad producen malestares que han sido señalados desde sus comienzos. En estos últimos tiempos han cobrado fuerza distintos tipos de fascismo cuya principal característica es no darse cuenta cuenta de que son fascismos. Algunas corrientes radicales del feminismo contemporáneo y las buenas conciencias de internet (y cada vez más fuera de él) están muy dispuestos a linchar en turbamulta a todo el que no piense como ellos. Los neoprimitivistas, por ejemplo, creen que revertir por medio de la violencia el pecado original de la civilización será la solución a las crisis que nos tambalean. No es así. Lo que olvidan los alternativistas y afines es que el retorno a la naturaleza es también el retorno al caos primordial, a la oscuridad de la que tanto esfuerzo nos ha costado salir. Cada modo de existencia tiene sus desventajas, pero las incomodidades de la vida moderna no son nada en comparación a los horrores que ofrece nuestra madre naturaleza sin adulterar.

El fascismo es una forma de locura organizada que sacrifica al individuo en el altar de la comunidad. La unión hace la fuerza, es verdad, pero dentro de esa noción se ocultan dos trampas en las que es fácil caer. La primera es creer que la fuerza —el poder— es la meta absoluta; la segunda es la trampa de la uniformidad. Ya que estamos en eso, ¿por qué no ser todos iguales, sólo por debajo del Amado Líder, que es la encarnación del Sol en esta tierra?

Midsommar explora estas ideas de forma brillante, cubriendo todas las bases. Pero que no los engañe la verbosidad de mi introducción, la maestría de Aster reside en su capacidad como innovador del lenguaje audiovisual. Su estilo ultra personal se demuestra en el uso de trucos maravillosos como el pseudo arte secuencial autóctono que nos revela la trama desde el primer fotograma. El cuento va así: una mujer queda deshecha después de que su hermana asesinara a sus padres para luego suicidarse. Su novio, un fortachón inútil que sólo quiere parrandear con sus amigos, se ve atrapado en la maraña y obligado a llevarla con sus amigos en una investigación antropológica que él imaginaba como un hervidero de suecas lujuriosas. Esta travesía  se llevará a cabo en una apartada comunidad que, por lo que se sabe, conserva intactas tradiciones antiquísimas. 

El uso del arte secuencial fijo, bordado en telas o pintado en las paredes de la comunidad, equivale al uso parapsicológico de las miniaturas en su primera película. También sospecho que estas anticipaciones están diseñadas para separarse desde el inicio de la cinta cuya influencia es más evidente —el clásico británico y pináculo del Folk Horror The Wicker Man (1973), que se reserva mucho de su efecto para el final sorpresivo. La primera escena es casi tan eficaz como el pequeño cortometraje autónomo que conforma el primer tercio de Hereditary.

 

El uso del gore, con más cabezas destrozadas que en su esfuerzo previo, es mucho más bello y eficaz que cualquier película de torture porn de las que les gustan a algunos. Los monigotes del final, especialmente el bufón, me provocaron un sofocamiento casi intolerable. El casting es exacto y me llama la atención que la protagonista sea Florence Pugh, a quien recuerdo interpretando a otra mujer despechada y asesina en Lady Macbeth (2016).

 

Ari Aster me ha provocado una sensación similar con sus dos películas: desde los primeros minutos siento que es alguien que sabe exactamente lo que está haciendo, que se obsesiona con la forma a niveles psicóticos y tiene el arrojo de aventarse clavados en la oscuridad de los que pocos saldrían indemnes. La imaginería es precisa, fastuosa y horripilante. Muchos de sus cuadros no me abandonan, y creo que los niveles de interpretación que ofrece son mucho más ricos que los de casi cualquier película reciente, del género que sea.

 

Aster también maneja sus referencias con la habilidad de un mago posmoderno. Shirley Jackson, la ya mencionada The Wicker Man, los delirios paganos del nazismo, Stravinsky… Todo juega en sintonía para producir algo profundo y espeluznante. 

 

Esta película me pareció tan escalofriante que dudo en recomendarla. Por lo menos sé que no se la recomendaría al que vaya en busca de saltos descerebrados como los que ofrece It (2017, 2019), la saga de El Conjuro o similares. Ari Aster va muy en serio, colándose a los recovecos más recónditos del inconsciente para extraer de ahí una miel muy amarga y probablemente psiquedélica. A quienes sí se las recomiendo es a quienes gustan de experimentar cine que desafíe sus orillas.






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Juan Ramón V. Mora (León, 1989) es venerador felino, escritor, editor, traductor y crítico de cine. Ganó la categoría Cuento Corto de los Premios de Literatura León 2016 y fue coordinador editorial en la edición XXII del Festival Internacional de Cine Guanajuato.

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