martes. 16.04.2024
El Tiempo

Nos tiene que doler

“La filosofía del consumismo que convierte todo en mercancía, que cosifica incluso las relaciones y que supedita la felicidad humana al uso-disfrute-desecho en una espiral interminable, no tiene viabilidad en el futuro…”

 

 

 

Nos tiene que doler

Debido a los traumas de mi niñez, la imagen que viene a mi mente cuando pienso en un dentista, es la de un hombre a horcajadas sobre mis hombros, sosteniendo unas grandes pinzas que atenazan uno de mis múltiples dientes chuecos para arrancarlos de raíz: crispado y sudoroso su rostro, deforme y asustado el mío. Pero mi joven dentista de ahora ya no encaja con esa imagen. Han mejorado tanto las técnicas contra el dolor, que soy capaz de dormir mientras trabajan en la pequeña caverna de mi boca. Los seres humanos tenemos más miedo al dolor que a la muerte, y la posmodernidad nos ha vendido el sueño infantil de que podemos aspirar cada vez a más cosas sin pasar por la antesala del dolor, incluso sin ese dolor que provoca el esfuerzo sostenido: “¡consiga un abdomen de lavadero mientras ve la televisión!” La realidad es que los grandes cambios, las grandes soluciones, no pueden hacerse sin aceptar una buena dosis de dolor. 

De paso por la ciudad de Querétaro, noté que en ninguna tienda me ofrecían bolsas, y recordé que en ese estado se prohíbe ofrecer bolsas de plástico en las tiendas. Gracias a una disposición legal, miles o millones de bolsas de plástico dejarán de rondar por el aire y los océanos como medusas multicolores. Pensé: ¿será tan difícil generalizar esta norma a todo el País?  Pudiera pensarse que sería simple, pero al menos en el estado de Guanajuato, la propuesta parece dormir en la congeladora legal. Frente a las evidencias de la destrucción de nuestro planeta, el cambio climático, el ecocidio generalizado, son cada vez menos los necios que recurren a la negación para excusar nuestra responsabilidad y el llamado a la acción. Pero cuando se trata de actuar, la intensidad de las respuestas es muy variable. Para muchos, el asunto de la destrucción de nuestro medio vital es algo que se puede combatir al estilo de mi dentista: sin dolor. Un bombardeo en las redes sociales puede reducir el uso de popotes de plástico, y es relativamente indoloro. Salvo a los productores de esos artilugios generalmente inútiles (los artilugios, no los que los producen), a casi nadie le dolerá su desaparición. En la medida en que los cambios necesarios afectan más intereses, o suponen cambios más fuertes en nuestra forma de vida, la cosa cambia.

Uno de los mecanismos para vivir la ilusión de que el cambio climático se puede reducir con anestesia, es llevar la escala de los cambios globales y estructurales a soluciones individuales: “trata” de usar menos bolsas, no uses popotes, usa más la bicicleta… Campañas que, incluso los grandes responsables de la producción de plástico basura, están gustosas de financiar.  No es que no sean consejos loables, incluso son medidas obligadas, pero son paliativos que no resuelven el fondo de la cuestión. Otra alternativa para salvar al planeta sin dolor, es la aspiración a encontrar en la ciencia las soluciones tecnológicas “limpias”, que nos permitan seguir viviendo igual, con los mismos derroches pero con menor huella ecológica:  los autos eléctricos, sin modificar el concepto de movilidad individual; energías limpias, sin dejar de consumir de forma creciente e irracional. Se trata de cambiar, pero, en el fondo, de no cambiar del todo. Que sólo duela el pinchazo pequeñito de la primera anestesia.

La emergencia ecológica planetaria nos debe llevar a reconocer que, además de las soluciones tecnológicas e individuales (que sí, son parte de la solución) se requieren cambios más radicales en nuestra forma de vida individual y a nivel estructural y global.

No podemos seguir pensando, por ejemplo, que el planeta es un sistema abierto en el que se puede dar un crecimiento en la producción de forma indefinida. Aun encontrando formas de energía renovables, esto no es posible. La idea de poner límites a la propiedad privada tiene mala prensa, pero pensar que alguien pueda disponer de los bienes naturales a su antojo es insostenible. Hay cosas que no pueden ser tratadas como simples mercancías, como los manglares, los minerales, las costas, los bosques…  Se suponía que la visión de la Tierra desde el espacio nos había dado la certeza de pertenecer a un planeta interdependiente; cada vez tenemos más evidencias de esa conexión estrecha entre los mares y los vientos de todo el planeta. Los errores de Chernobil no afectaron sólo a los ucranianos. No podemos seguir pensando que las decisiones sobre los océanos y el subsuelo sean tomadas por unos pocos, por intereses puramente políticos o económicos, y pensar que esconder la basura bajo la alfombra del vecino arregla los problemas.  La filosofía del consumismo que convierte todo en mercancía, que cosifica incluso las relaciones y que supedita la felicidad humana al uso-disfrute-desecho en una espiral interminable, no tiene viabilidad en el futuro.

Estos cambios radicales de visión se deben traducir en decisiones políticas que estamos obligados a empujar todos, pero que no van a ser recibidas con flores y sonrisas. Cambiar las prioridades en el uso de suelo, regular la minería con una razón ecológica, forzar a medidas regulatorias en el uso de los envases, tomar decisiones radicales para adelantar la disminución en el uso de combustibles fósiles… cada uno de estos temas es un campo de enfrentamiento entre los intereses económicos, particulares y de grupos enfrentados. Los actores en pugna no echarán mano sólo del cabildeo (que puede bloquear leyes tan inocentes como prohibir las bolsas de plástico), sino de mucho más que eso. Díganlo si no, la creciente cifra de ambientalistas muertos en el mundo, especialmente en Latinoamérica y los vinculados al uso de la tierra, los bosques, la minería.

Aun en el ámbito individual debemos asumir cambios más dolorosos: en nuestros hábitos de consumo, en la forma en que nos movemos, en la basura que producimos. Si creemos que un proceso de destrucción como el que la humanidad ha desencadenado podrá detenerse como si fuera una pequeña intervención anestesiada de mi hábil dentista, estamos muy equivocados. Nos tiene que doler. Si no, después será mucho peor.