jueves. 18.04.2024
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Radiohead: Irresistible alberca selenita

Fernando Cuevas de la Garza

Radiohead: Irresistible alberca selenita

Con una sólida, propositiva y distintiva discografía, que incluye al menos dos obras imprescindibles -OK Computer (1997) y Kid A (2000)-, el quinteto de Oxford se dio a conocer con Creep, canción incluida en Pablo Honey (1993), que todo mundo había oído sin importar quién la cantara: léase que estaban en riesgo de caer en el fenómeno llamado one hit wonder. Pero después vendría el soberbio Bends (2005) para dejar en claro que estábamos ante una de las bandas que dejaría huella y estilo en el mundo del rock, trascendiendo su condición de grupo musical para volverse referente de la cultura pop.

Durante el siglo XXI han mantenido presencia con álbumes a la altura de las expectativas generadas, como Amnesiac (2001), cual continuidad del chico A; el brillante Hail to the Thief (2003); In Rainbows (2007), desafiando a la industria por la estrategia de distribución empleada y King of Limbs (2011), digno pero quizá el menos logrado de todos. A la par, Thom Yorke grabó en solitario el interesante The Eraser (2006) y Tomorrow´s Modern Boxes (2014), además de formar otro proyecto llamado Atoms for Peace junto con Nigel Godrich y Flea, entre otros, con el que grabó el disco Amok (2013).

Por su parte, Jonny Greenwood ha seguido colaborando con el gran director Paul Thomas Anderson en los poderosos filmes There Will Be Blood (2007), The Master (2012) e Inherent Vice (2014), retomando la alucinante novela de Thomas Pynchon. Recientemente intervino en el documental Junun (2015), donde toca con el músico israelí Shye Ben Tzur y el grupo indio The Rajasthan Express, además de contar con la participación de Godrich: se trata de toda una experiencia sonora y visual de sincretismo cultural.

Por no dejar, compuso el soundtrack del documental Bodysong (2003) y de los filmes Norwegian Wood (Tran Anh Hung, 2011), basado en la novela de Murakami, y We Need to Talk About Kevin (Ramsay, 2011), sobre la inquietante historia de Lionel Shriver; colaboró también con Krzysztof Penderecki, uno de los puntales de la música clásica contemporánea e ídolo del guitarrista. Además, revisitó el mundo del reggae con Jonny Greenwood Is the Controller (2007), eligiendo e interpretando sus favoritos del género.

Sumergirse en un bello desconcierto

A Moon Shaped Pool (2016) funciona a manera de recuperación y actualización, gracias a la presencia de canciones compuestas a lo largo del tiempo que no habían sido asentadas en un álbum, o bien que aparecen aquí reformuladas, además de otras más recién salidas del preciso y orgánico laboratorio auditivo, en donde se gestó una estética transversal que brinda a la obra un sentido de unicidad, tanto temática como estilística. Incluso las canciones están ordenadas alfabéticamente.

Las letras están cargadas de cuestionamientos dolientes pero enérgicos sobre amores agotados, reflejando el estado anímico de Yorke tras su ruptura sentimental, el medio ambiente en vilo, la construcción de la identidad y la conciencia social extraviada. Se desarrollan a través de melodías evocativas que, a su vez, sobrevuelan a intrigantes texturas que respiran bajo el agua, a cuya arquitectónica contribuyen el conjunto de cuerdas, la guitarra y voz de fondo de Ed O’Brian, la batería discreta de Phil Selway y el bajo de Colin Greenwood, hermano de Jonny, cerebro armónico del grupo.

El disco abre con las intensas cuerdas de Burn The Witch, corte largamente anunciado que advierte sobre el riesgo social de este tipo de prácticas, para dar paso a una cierta calma con angustia creciente en Daydreaming, con todo y presencias oníricas que no parecen anunciar dulces sueños, sino despertarnos a una realidad difícil en donde la esperanza es un bien escaso, mientras que Decks Dark mantiene una rítmica envolvente que crece sin avisar, como si nos fuéramos acostumbrado a las frías aguas movidas por la luna.

Una engañosamente plácida guitarra electroacústica se escabulle en Desert Island Disk, resistiéndose a mutar, al tiempo que Full Stop inquieta desde el momento mismo de su inicio a partir de reiteraciones de las que surgen sonidos impredecibles, en organizado caos pero con bajo perfil, dando entrada a una decisiva batería que acompaña las vocalizaciones múltiples. En contraste, Glass Eyes parece volver a un tono de mayor mesura, con ese teclado escapista que no tiene problema para fundirse con los juegos de cuerdas.

Una base rítmica ligeramente más optimista sostiene Identikit, salpicada con algunos coros fantasmales, cual traslapados llamados al reconocimiento, sellados por la agudeza de una guitarra chirriante que se mueve en espacios reducidos. En The Numbers, un piano exploratorio se abre paso entre una maleza expectante, seguido por el resto de la instrumentación y paisajísticas vocales que se quieren extender en el horizonte de los arreglos de cuerdas, entrelazadas con unos expresivos coros femeninos.

Present Tense atrapa con los apuntes de la guitarra sobre un ritmo reconocible, relajado y de cierto aliento playero, como si estuviéramos por un instante en Ipanema para después trasladarnos al mundo de John le Carré en Tinker Tailor Soldier Sailor Rich Man Poor Man Beggar Man Thief, transcurrida con una sencilla base de piano y pequeñas explosiones de electricidad que llevan la pauta para apuntalar la vocal.

True Love Waits, cuya primera versión anterior apareció en el EP I Might Be Wrong (2001) con voz y guitarra, cierra el acuático recorrido con unos teclados pausados y la presencia de las cuerdas que sirven de sustento al melancólico canto de Yorke. El disco está producido con el enfoque acostumbrado por Godrich y dedicado a su padre Vic Godrich, fallecido en el 2015. Las imágenes del arte parecieran invitarnos a introducirnos en este magma emocional del que no saldremos ilesos. Para bien.

Una alberca con forma de luna, para sumergirse en un viaje lleno de incertidumbre hacia futuros ausentes de respuestas pero con la posibilidad de seguir generando preguntas. De pronto nos podemos sentir como Burt Lancaster en El nadador (Perry, 1968), aquella simbólica película basada en un relato de John Cheever, en el que un hombre maduro regresa a casa metiéndose en las piscinas de sus vecinos y amigos, acaso como una forma de reencontrarse en las confusas aguas de la identidad siempre en redefinición.

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