martes. 16.04.2024
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Sobre la ruptura de triángulos enclaustrados (cuento para insomnes y olvidadizos)

Néstor Pompeyo Granja J.

Al son del Mambo, cartel de la película
Al son del Mambo, cartel de la película
Sobre la ruptura de triángulos enclaustrados (cuento para insomnes y olvidadizos)

1. DINO EN PALABRAS DE DIEGO

Conocí a Dino en una sala de espera. Yo necesitaba una endodoncia y acudí ese viernes por la tarde a mi cita. Llegué puntualmente pero el dentista se había retrasado, por lo que su ansiosa secretaria —desde que acudo a este consultorio recuerdo haberla visto mordiéndose las uñas— nos ofreció disculpas a mí y al otro joven que se encontraba sentado en una silla de la última fila, y de cuya presencia no me había yo percatado hasta entonces. Recuerdo claramente a la menuda chica al colgar la bocina del teléfono: levantó su tímida mirada primero hacia mí y después hacia la fila del fondo, y dijo con voz temblorosa: “Disculpen, pero dice el doctor que no podrá llegar hoy. Con mucho gusto les reprogramo sus citas”. El chico de la silla del fondo se levantó y caminó hacia el escritorio con paso firme y decidido, entonces fue que llamó mi atención. Observé cómo se balanceaba con ese aire de suficiencia, enfundado en un pantalón beige y una limpia camisa azul. Iba perfectamente peinado y sus ojos emitían un extravagante destello verdoso. La brillantez de su piel morena me llevó a casi odiar mi eterna palidez, tanto que en ese momento quise lucir como él. Me gustó mucho. Se dirigió hacia la secretaria esbozando una amable sonrisa, y tras emitir unas cuantas palabras que no alcancé a escuchar, se volvió hacia mí y dijo: “Bien, creo que tengo el resto de la tarde libre”. No supe qué contestar.

2. DIEGO EN PALABRAS DE DINO

La primera vez que lo vi me pareció estrafalariamente atractivo. Yo estaba sentado esperando al dentista cuando el extraño entró, vestido íntegramente de negro. En cuanto lo vi me propuse abordarlo para conversar, aunque parecía que él ni siquiera se había percatado de mi presencia. Estaba a punto de sentarse en alguna de las sillas de la primera fila, cuando la secretaria —que, dicho sea de paso, siempre me pareció una jovencita bastante nerviosa— terminó su llamada y se dirigió a nosotros para disculparse a nombre del doctor, que no iba a poder llegar. Agradecí esa afortunada casualidad, y tras acordar con la nerviosa muchachilla mi nueva cita, volví la mirada hacia él. Sólo entonces pude verlo detenidamente, aunque con las limitantes que supone hacerlo con discreción y en unos cuantos segundos. Me gustaron sus enormes anteojos y su piel inhumanamente pálida, sin mencionar sus negras ropas que acentuaban la extrema delgadez de su anatomía. Llevaba el cabello revuelto, tan negro como su atuendo y sus ojos mismos. Me gustó tanto que casi deseé lucir como él. No recuerdo ni qué le dije, pero recuerdo que se quedó callado, mirándome fijamente, y al siguiente instante ya íbamos caminando juntos. Bajábamos la escalera del edificio cuando noté una mancha roja en la parte izquierda de su cuello. Para ese entonces ya se me había olvidado que necesitaba mi endodoncia.

3. VISITA DOMICILIARIA

Versión Diego:

Cuando entré al departamento de Dino sentí temor. Extrañado me di cuenta de que todo en ese lugar era exactamente igual que mi propia casa: el color de las paredes, la distribución de los muebles, los muebles mismos, la alfombra… Dino debió notar mi desconcierto, pues en un amable intento por tranquilizarme acarició suavemente el lado izquierdo de mi cuello, luego desabotonó su camisa, dejando al descubierto una mancha roja que cubría parte de su lampiño pecho. No recuerdo qué sucedió después.

Versión Dino:

Cuando Diego y yo entramos a mi departamento sentí temor. De pronto me pareció como si estuviera en un lugar completamente desconocido para mí. No reconocía nada a mi alrededor y todo lucía tan extraño: el color de las paredes, la distribución de los muebles, los muebles mismos, la alfombra… En un intento por comprobar que no se trataba de un sueño, quise tocar a Diego, y mi mano se dirigió directamente a la mancha en su cuello. Una sensación de sofoco me obligó a desabotonar mi camisa. Diego se quedó mirando fijamente mi pecho y a partir de allí no supe qué más pasó.

4. AMANECERES PARALELOS

Versión 1:

Desperté a la mañana siguiente. Eran las 7:00 a.m. y él dormía de espaldas hacia mí. Sé que suena inverosímil, pero no tuve manera de saber si estábamos en mi departamento o en el suyo. Me sentía tan familiarizado con todo, y a la vez tan ajeno. Me levanté, desnudo como estaba, y caminé hacia el baño. Al encontrarme frente al espejo, un súbito escalofrío recorrió mi cuerpo entero y el corazón me dio un vuelco. Sentí náuseas, una peculiar sensación de mareo y un estado que oscilaba entre el miedo y la más absoluta confusión. Ahí estaba yo, frente al espejo, pero ese reflejo no era mío sino de él: pude ver su rostro en mi reflejo, tenía una mancha roja en el pecho y otra en el lado izquierdo del cuello. Me sentí tan perturbado que corrí rápidamente hacia la habitación para despertarlo, pero al entrar no lo encontré: sólo estaba la cama con las sábanas revueltas, y en el suelo dos pantalones, uno negro y uno beige; y dos camisas, una negra y una azul. Quise gritarle para que viniera y me ayudara a comprender lo que estaba pasando, pero en cuanto intenté sacar las palabras algo me detuvo: no supe cómo llamarlo. Me arrodillé, vencido por el mareo. El cuarto a mi alrededor parecía moverse y yo me sentía desfallecer. Vomité copiosamente sobre una de las camisas, y de repente el miedo, el mareo y la sensación de extrañeza desaparecieron. Miré fijamente la camisa y contemplé mi obra: ¡cuántos colores!

Versión 2:

Al amanecer del día siguiente desperté con un sobresalto. No sabría decir por qué pero el corazón me latía fuertemente. Estaba angustiado y una opresión en mi pecho luchaba contra un llanto que trataba de emerger, pero no lo consiguió. Me volví hacia el lado derecho de la cama y sólo entonces noté que él no estaba allí. Consulté mi reloj: las 7:00 a.m. Supuse que andaría por la casa, pues al voltear hacia el suelo pude ver nuestras ropas tiradas, aunque en ese justo instante mi mente jugó una absurda broma: no supe qué prendas eran mías y cuáles eran de él. Desnudo, me levanté de la cama y antes de dar el primer paso una pregunta acudió imprevistamente a mi cabeza: ¿en dónde me encontraba? No supe responder. Caminé hacia fuera del cuarto, movido por una fuerte necesidad de orientarme, y de averiguar dónde estaba él. Entré al baño y al acercarme al espejo sucedió algo que no alcancé a entender: había perdido mi reflejo. Un poco triste, di media vuelta y salí del baño fingiendo que no pasaba nada; después de todo, sin reflejo era imposible que algo pasara. Entonces noté que mi angustia había disminuido considerablemente. La opresión en el pecho ya no estaba y la confusión iba cediendo ante un creciente sosiego que ahora se desbordaba en mi interior. Decidí que no era necesario llamarlo a él así que regresé al cuarto, y al entrar descubrí algo que me llenó de alegría: alguien había dejado un regalo sobre mi camisa, un espeso líquido de vivos colores que despedía un fuerte aroma ácido. De rodillas, me incliné para acercar el rostro a tan celestial obsequio, y poder apreciarlo mejor. Comencé a lamerlo. Cada degustación era como un sorbo de vida…

5. OBSERVADOR EXTERNO Y UN FINAL

Diana estaba borracha. Eran las nueve de la mañana del sábado cuando entró a su departamento, y ni siquiera podía recordar dónde había pasado la noche. Tan ansiosa como siempre, comenzó a morderse las uñas. Se enojó con ella misma por llevar una vida tan patética y se derrumbó en un sillón de la sala. Pensó en la tarde del día anterior: otra vez había fallado en su propósito. Se juró solemnemente que la próxima vez se decidiría a invitar a alguno de los dos a salir, en lugar de esperar a que uno de ellos tomara la iniciativa. Volvería a citarlos en días separados, y esta vez se esforzaría por iniciar una conversación interesante. No importaba si era Dino o si era Diego, pues los dos le gustaban sobremanera. Intentó darse ánimos pensando que, después de todo, ser la secretaria de un viejo y reconocido odontólogo tenía sus ventajas de cuando en cuando. 

Optimista, Diana se levantó tambaleándose y se dirigió hacia el baño. Su menudo cuerpecillo era torpe al caminar. Apenas abrió la puerta, notó un detalle que la entristeció un poco: el espejo no estaba. No habría reflejo ese día. Diana procuró desdeñar la tristeza y se dirigió a la recámara, tenía mucho sueño y necesitaba reposar la borrachera. Apenas entró al dormitorio, las lágrimas arrasaron sus ojos; dubitativa, se limitó a observar con curiosidad los dos cuerpos masculinos completamente desnudos que yacían inmóviles sobre la cama, bocabajo, uno al lado del otro. Había ropa en el suelo y un peculiar aroma ácido flotaba en la habitación. Una mancha roja apareció en el lado izquierdo del cuello de Diana, y sin más comenzó a dispersarse por todo su cuerpo. Un poco más serena, la joven secretaria se acercó a los cuerpos e intentó girarlos para verlos de frente. Quería averiguar la identidad de aquellos hombres, pero sus expectativas pronto se tornaron desilusión al descubrir que ninguno de ellos tenía rostro. Diana volvió la mirada hacia el suelo, del lado derecho de la cama, atraída por un fortuito destello de luz: ahí estaba el espejo. Después de todo sí habría reflejo ese día. Diana sonrió.

***
Néstor Pompeyo Granja
(San Luis Potosí, 1984) es psicólogo de profesión, apicultor y apóstol por convicción. Labora en el ámbito de la educación universitaria y ejerce la psicoterapia. Tímido escribidor y hacedor de canciones. Cree fervientemente en la música, en los adolescentes y, por sobre todas las cosas, en Arthur Rimbaud. Está convencido de que la Tierra es hueca.

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