viernes. 19.04.2024
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EL DICCIONARIO BIOGRÁFICO DEL FRACASO LITERARIO

Sara Zeelen-Levallois y Wilson Young

C.D. Rose (Traducción de José Luis Justes Amador)

Sara Zeelen-Levallois y Wilson Young

Wilson Young

Los viajes son material en crudo para la mente que todo escritor debe tener.

Algunos, incluso, lo ponen en el panteón de la inspiraciones junto al mostrar-pero-no-enseñar, el asesinato-de-niños y la obligación de sentarse. Y entre ellos, el viaje. El viaje da un conocimiento útil, aun superficial, de un segundo o un tercer idioma. Crea conciencia, íntima o entrevista, de cómo la gente en climas y cultura diferentes a las de uno negocian con la cotidianeidad. En el peor de los casos puede dar un trasfondo exótico a una historia aburrida. Y, lo más importante, es que viajar puede dar la experiencia y el sentimiento de ser un extraño, de no ser uno de la multitud, de ser otro. Eso es, quizá, lo más difícil de conseguir y de reconocer.

Eso fue lo que, en el fondo, estaba buscando secretamente Wilson Young cuando, después de haberse graduado de una universidad de ladrillo rojo del centro del Inglaterra a finales de los años ochenta, sin ninguna idea de qué hacer excepto no buscar trabajo, se decidió a viajar. Para ser justos, no tenía ni idea de que iba a ser escritor, pero naivemente (como otro muchos, hay que añadir) pensaba que era más un proceso, que simplemente acontecería más que algo que había que buscar con toda la intención. Viajar, de eso estaba seguro, convertiría su florecimiento en  grandeza literaria.

No teniendo ninguna idea de dónde ir, agarró una tachuela y la clavó al azar en el mapa del mundo con que su compañero de departamento tapaba los agujeros de la pared. Por desgracia, la tachuela cayó en medio del océano Pacifico, junto a la la diminuta isla de Nauru, uno de los lugares más remotos de la superficie de la tierra. Las escasas finanzas de Wilson no le permitían emprender ese viaje, por lo que optó por empezar más modestamente y se marchó a París, un buen lugar para que empiece un escritor.

No había pasado una semana cuando se hartó de la arrogancia sobre preciada y la mala comida, por lo que Young se dirigió a la Gare de Lyon y se montó en un  tren cuyo destino no conocía.

Fue el principio de un viaje que le llevaría más de veinte años y que aún no ha terminado.

El conocimiento no es sino un mapa de la ignorancia, y así fue como Young encontró su modo práctico: cuanto más viajaba, más descubría que no sabía nada. Cuanto más lejos llegaba, más lejos se daba cuenta de que tenía que ir.

Sus ambiciones en la escritura habían pasado de ideas vagas a cuadernos repletos. Sentía que tenía que contar toda la fascinante historia completa de la ciudad de Bzyzhzh y del breve y diminuto país de Cimbria. Tenía qué contar toda la guerra de Crimea, pero fue entonces cuando se dio cuenta de que todo eso no era necesario: ya se había hecho antes, en otro sitio, mejor. Arañó todo pero sólo guardaba esos pequeños detalles interesantes, el sentimiento o el detalle que haría que su obra de ficción se volviera vida.

Young llenó sus cuadernos con largas y delicadas descripciones que derretían la boca, del menemen comido en Estambul, del manoushi de Beirut y de la milza horneada de Palermo, pero se dio cuenta de que estaba escribiendo una guía para gastrónomos, no una obra de ficción. Volvió a pensar en todo, cavilando sobre cómo sus personajes podían haber ingerido aquellas comidas.

Escribió diálogos en las lenguas que había aprendido y se sintió contento con su labor, pero se percató de que probablemente resultara incomprensible para muchos de sus lectores o que, al menos, necesitarían, un  buen montón de exégesis. Las borró o dejó alguna, para sugerir que la conversación tenía lugar en otra lengua.

Y a pesar de toda esa labor consciente de corrección, la cantidad de material que Young amasó durante sus viajes era enorme. Cuentos folclóricos lituanos traducidos por un borracho en un bar de Lvov, la historia de un portugués en Madras contada por un taxista en un restaurante de idli en Chemal, historias de fantasmas de un fattucchiera recogidas en una callejuela sucia de Nápoles, descripciones de las cigüeñas enormes que había visto un día cruzando el cielo de Rabat, el color del mar al anochecer en Kovalam o una brillante mañana en Lampedusa. Vio a una mujer construyendo una casa de piedra en Palestina, vio a un muchacho con un lobo de mascota en Siberia, vio a una niña en el sur de Inglaterra una tarde ventosa, salvar a un polluelo que después de haber cruzado la carretera no pudo llegar al pasto, y cómo lo recogió y lo tomó y lo llevó a su salvación.

Todo eso, sentía, necesitaba ser recordado y necesitaba contarse. Y, aun así, el viaje, lo sabía, nunca terminaría. Todavía pensaba que algún día tenía que llegar a Nauru.

Siguió moviéndose y siguió escribiendo aunque sabía que nunca podría dar forma a los millones de notas porque aún no había terminado de viajar. Sólo cuando terminara el viaje podría escribir la primera palabra de la historia.

Sigue por ahí afuera. Si se lo encuentran díganle que siga.

Sara Zeelen-Levallois

Toda escritura tiene pérdida en su entraña; todos los libros son crónicas de desapariciones.

A lo largo de este libro hemos seguido el rastro de muchos de ellos. Algunos profundos, otros no tanto. Mientras que en ciertos momentos no hemos reído de lo pomposo, también hemos intentado recordar a los auténticos, a los talentosos y a los perdidos.

Terminaremos con la historia de Sara Zeelen-Levallois: una escritora tan peligrosa y frustrantemente oscura que desafía hasta los estándares del DBFL.

Su nombre sólo se ha escuchado en susurros, espiando conversaciones entre gente no mucho menos oscuros que ella. Es posible que fuera la hija o nieta de Eric Levallois (la amiga y fiel confidente de Casimir Adanowitz-Kostrowicki) o la hija de la amante de una noche de Bas van de Bont, pero nadie sabe con seguridad dónde nació, creció, estudió o, menos aún, lo que le pasó.

Ninguna de sus obras ha sobrevivido o se han visto. Existen simplemente en el dominio de los rumores o del qué-dirán.

Puede que nunca haya existido o que, quizá, esté todavía viva, en algún sitio, escribiendo.

Los que dicen que la conocen, o que saben de ella, hablan de poemas cuya dicción y sintaxis tuerce el lenguaje hasta darle nueva forma, que forman pequeñas dagas brillantes lo suficientemente afiladas como para perforar el corazón. Otros han hablado de una novela tan grande y a la vez tan precisa que cambiaría nuestra manera de pensar sobre la forma, el último trabajo revolucionario, algo que cambiaría nuestras vidas desde la primera página. Algunos han dicho que escribía cuentos, historias breves que dan vueltas y vueltas, cosas que le darían jaque mate a Chejov, que destrozarían hasta dejar en nada a Carver. Historias que no necesitan más que unas cuantas páginas para reconfigurar nuestra alma.

La carrera efímera, evanescente, apenas creíble historia, de Sara Zeelen-Levallois, nos demuestra –aunque sólo sea eso- una cosa terrible e importante: las palabras no cambian nada. Escribamos como escribamos, los corruptos y los arrogantes seguirán rigiendo el mundo, la gente seguirá muriéndose de hambre, tu amante te habrá de dejar.

Y así.

El poder de la escritura es una de las cosas más grandes que tenemos, se lea o no. Dejemos que su historia represente a todos aquellos de los que hemos sido testigos y deseado que durara su memoria. Sea para aquellos que han querido dejar una marca, un trazo de cualquier tipo, aun diminuto, en esta tierra. Sea para todos aquellos que han querido decir “Yo estuve allí, yo vi”. Sea para todos aquellos que estaban hechizados y quisieron hechizar, para aquellos que han intentado dejar un pensamiento, una imagen, un recuerdo en un puñado de palabras. Sea para todos aquellos cuyas vidas y trabajos han quedado en nada. Sea por todas aquellas vidas que pudimos vivir, por toda la gente a la que nunca conoceremos, por la gente que nunca seremos, por todo lo que hemos tenido y no hemos podido mantener. Así es el mundo y así es cómo ella escribió.

Desde el mismo inicio de este diccionario dijimos que había que pensar en las “docenas o cientos o miles cuya obra se ha perdido por el fuego o la inundación, por una muerte temprana, por perdida, por robo o por la pira del censor”. También les pedimos que pensaran en “qué se ha perdido que pudiera habernos hecho a todos mejores”. Al final, lo pedimos de nuevo.

Los memoriales, se ha dicho, sólo son buenos para los que todavía están vivos: es inútil recordar a los muertos o a los perdidos, porque ellos no pueden recordarnos. Pero al recordarlos les damos a ellos y a sus palabras vida. Déjennos recordar.