viernes. 19.04.2024
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ENSAYO

El «seductor canto» del Diablo en el rock mexicano

César Zamora

Festival-de-Avándaro
Festival de Avándaro (1971)
El «seductor canto» del Diablo en el rock mexicano


Durante el apogeo del jipitequismo —estandarización mexicana del hippie—, aumentaron las etiquetas condenatorias contra el rock y sus ‘maléficos’ rizomas hacia otros lockers o escaques del pensamiento, pudiéndose hallar en el Festival de Avándaro (1971) el ejemplo clásico de la confabulación —ésta sí potencialmente maligna— entre el sensacionalismo mediático del momento, la oficialidad eclesiástica y el trono político, para censurar y anatemizar a los llamados «engendros de Satanás» que solían utilizar guitarra eléctrica y amplificador como máximos fetiches del ritual.

En una especie de bajomedievalismo inquisitorial, dichas fuerzas se unieron con el objetivo de aniquilar, por medio de la adjetivación demoníaca, cualquier derivación o apropiación azteca del rock y todas las llamaradas performativas y dancísticas que este género produjo en círculos ajenos al control de la nobleza y del clero, e imagínese, por ejemplo, la gran crispación del presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), ante un hijo descarriado que osó celebrar su cumpleaños en la residencia presidencial de Los Pinos con grupos de rock y, por si fuera poco, cantante de Renaissance, uno de los estandartes de la psicodelia mexicana.

Rápidamente, el rock fue visto por la «gente fresa y persignada» como una vulgar y diabólica expresión de los desposeídos y de la raza tendencialmente contracultural —por más obsoleto que parezca este último calificativo—. Es decir, el rock mexicanizado visto como potencializador de la marihuanización o el desdibujamiento de las vidas y, a la vez, el rock escuchado como la sonorización —y subsecuente expansión— del mensaje contra los atavismos.

Por ello y no por otra cosa, el muralista David Alfaro Siqueiros, citado por Arana (2002), declaró que “las películas pornográficas y el rock and roll y sus derivados tienen a la juventud mexicana al borde de una crisis moral insalvable” (p. 165).

El antónimo musical de los cánticos angelicales apareció ante la Trinidad hegemónica (televisor-clero-presidencialismo) como la deidad sin aureola del desapendejamiento y también como el mejor entrenamiento dialéctico para deshacerse de bridas escolares e idiotizantes discursos de sujeción. En oposición al yugo clasista y parental, dejarse embriagar por estrofas satánicas se volvió dinamita auditiva en el hogar y gancho mercadológico en la industria discográfica del país para vender toneladas de acetato y atizar el deseo de acudir a un café cantante, hoyo fonky, toquín o concierto.

Los surcos diabólicos abundan en la estantería mexicana del rock y quizá “Diablo con vestido azul” de los Rockin’ Devils sea la primera tentación de la malignidad cantada en español, una de las piezas iniciáticas en la cachondería, término, éste último, acuñado por la experimentación de Parménides García Saldaña y otros exponentes de la corriente literaria de «La Onda». Los coros, ahora repetidos en bodas y otros festejos sin cariz luciferino, hacen pensar en qué demonios ocultaba la encarnación femenina del Diablo debajo del vestido azul, la reina de la fiesta cuando baila el rock.

Alex Lora, uno de los primeros «chavos de onda» en hacer rock castellanizado, alborotó a la juventud con una rola rudimentaria en la que el demonio, quizá enfundado en pantalón ultraentallado como los del cantante de la banda Three Souls in my Mind, llegó a una pachanga en busca de chavitas. La aguardentosa voz de Lora se adelantó en tales odas febriles a la de “17 años” de los Ángeles Azules.

En un ejercicio humorístico que no se ha vuelto a dar, el trío Botellita de Jerez mandó a Luzbel de regreso a su hogar en “¡¡¡Vete al averno!!!” y los tres botellos canturreaban la orden de tal manera que el patas de cabra quedó reducido a muñeco de peluche ante la hoguera, con todo y su número bestial. Size, una banda punk, narraba un aquelarre de sacrificios nada humanos, al sentir “El Diablo en el cuerpo”, mientras que Fobia, descendiente o copia de la anterior, advertía en un ataque de pánico que el Diablo toca a la puerta: “Mujer, mujer: el Diablo está aquí en la puerta, ¿por qué no te haces la muerta? ¿Por qué no bailas can-can, para mí, para mí?”.

Caifanes llamó a su segundo opus “El Diablito” (1990) y el maestro del tropirrock, Chico Che, sin aludir directamente al ídem, usó líneas de bajo muy parecidas a los ídem para deificar el uso recreativo de cannabis en complicidad con la polecía, una práctica sin duda diabólica en los extrajudicializados años ochenta.

Mucho antes de los azotadísimos versos del Robert Smith mexicano (Saúl Hernández), acusado por un pastor evangélico de negar a Jesucristo en la canción “Piedra”, El Ritual ensalzó al ángel caído, poniéndose un poco santanera la cosa a mitad del tema “Satanás”. Y adicional al “Boogie del Diablo” (1972), las ‘Tres almas en mi cocoʼ de Alex Lora le pusieron “¡Qué rico diablo!” (1979) a uno de sus discos menos apetecibles. En la onda del rock denominado urbano por su génesis barrial, El Haragán hizo “El Chamuco” y Sam Sam aportó “Don Diablo” y “Me siento peor que el Diablo”.

“De gesta y siniestra” (1992) es una composición del maese Arturo Meza que reza “he visto a Luzbel llorando en silencio, con sueños de ángel, con hambre de perro”. Meza, poeta y multiinstrumentista de vena progresiva y origen michoacano, también tiene entre su vasto catálogo el disco “Canciones para cantar en el infierno” y la rola “El diablo en el paraíso”.

Y en la oleada del metal mexicano, aparecen bandas como Lvzbel o Transmetal, cuyos versos narran descensos al inframundo y pactos inenarrables con el dueño de los calderos, como en “Ángel de la lujuria” del álbum “Metal caído del cielo” (1985) y “Las letanías de Satán” del disco “Tristeza de Lucifer” (2001), respectivamente.

Pero éstas y otras dulcísimas melodías de azufre apenas pudieran ser canción de cuna o parte de un cumpleaños con carátulas de Cepillín, pues las letras erotómanas del reggaetón han rotó el cerrojo moral desde atrás tiempo. El Diablo, por lo tanto, ya no viste tan a la moda.




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