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06/10/19

Tengo testigos

“El médico legista escuchó una voz. 15 años trabajando en el SeMeFo, en horario 24 por 24 horas. ¿Había llegado por fin el momento de volverse loco?”

Tengo testigos

—Tengo testigos.

El médico legista escuchó una voz. 15 años trabajando en el SeMeFo, en horario 24 por 24 horas. ¿Había llegado por fin el momento de volverse loco? El corazón delator se había subido a su cabeza. O eso parecía.

"Encuentran un cadáver con muestras de violencia sexual y física. No hay testigos. Se desconoce la causa de muerte.”, sonaba la radio.

El médico subió el volumen.

—Tengo testigos —se volvió a escuchar, esta vez desde la plancha.

El médico, atento a sus disecciones interiores y antes de firmar su propio diagnóstico por psicosis esquizoide, pensó en aferrarse al error; error aceptado de Descartes, en el que antes de separar la razón de los sentimientos debía tomar su razón y sólo su razón para bloquear esa voz sentimental, poco analítica, proveniente de ultratumba, que retumbaba en su cabeza.

—Tengo testigos.

—¿Testigos de qué? También tengo trabajo, y debo concentrarme —pensó. Entre el enorme número de cadáveres diseccionados ninguno había producido tal escozor, molestia, náusea, asombro, mucho menos psicosis.

"El cuerpo se encuentra en análisis con peritos especialistas para determinar el género y la probable causa de la muerte; la Fiscalía dará en las siguientes horas una rueda de prensa.”

La radio, la radio, maldita realidad la de la realidad, retratada en las redes sociales, en los medios de comunicación, en la fila de las tortillas, entre las partículas de CO2 que respiramos: nueve mujeres asesinadas, 32 mil menores embarazadas, 14 mil secuestros, 1 millón de desaparecidas... todo esto al día.

—Tengo testigos.

—Testigos, ¡Maldita sea! ¿Testigos de qué? —Está vez el médico lo dijo en voz alta.

Entonces la plancha habló:

—Mi madre me dijo que todos los hombres eran iguales; el sacerdote me solicitó paciencia y oración. “Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, me dijo, cuando me oyó en confesión. Mi padre, cuando le dije sobre el verdadero origen de mis moretones, contestó que "ya no lo provocara". Por la madrugada, mis vecinos atentos escuchaban mis gritos para poder comentar por la mañana: “Pobrecita, tan bonita, cómo se deja”. Mi jefe me veía llorar entre la firma de un documento y la copiadora, hasta que logró despedirme por inepta; el policía intentó violarme cuando por fin me decidí a denunciar; mis compañeros del colegio pensaban que yo subía y bajaba de peso porque tenía bulimia. Y no doctor, no era bulimia: mi enfermedad se llamaba normalidad, y usted mismo ha sido contagiado.

"¡Pam, Pum!" —el doctor cacheteó al cadáver.

Y la plancha gritó:

—¡Tengo testigos! ¡Usted es uno de ellos! No ayuda a ocultar mi cadáver, pero sí prepara mi cuerpo para la violencia. Desde que fui concebida pintaron mi cuarto de rosa, me impusieron vestidos con su estereotipo, un nombre, su religión y la obligación que viene con mi género: tener hijos sanos, fuertes y triunfadores, que puedan inmortalizar el apellido paterno; desde el más recóndito púlpito hasta las más altas esferas sociales, se afirma que es normal, que no es que hayan subido los índices de violencia, sino que la población ha crecido mucho. Usted es testigo cuando cierra los ojos y cree que las mujeres violadas o asesinadas se lo buscaron, cuando desea que violen a alguien y lo toma a broma, cuando presupone que los huérfanos de las asesinadas lloran porque están en sus días, cuando las hijas de la Patria marchan y usted las llama feminazis, machorras... La maldita realidad de la realidad es, desafortunadamente, saber pero no sentir.

“Se esperan resultados de antropología y odontología forense, así como la prueba de ADN; se desconoce el sexo y, por lo pronto, se hace referencia a causa probable de muerte: suicidio por estrangulamiento, lesiones con arma punzo cortante y violación.

Hasta aquí mi reporte, Joaquín.