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RESEÑA

The Lighthouse: El delirium tremens de Prometeo

Jorge Luis Flores

Jorge Luis Flores
The Lighthouse: El delirium tremens de Prometeo
The Lighthouse: El delirium tremens de Prometeo

Para los marineros perdidos en altamar, un faro es la esperanza; para Willem Dafoe y Robert Pattinson, sin embargo, el faro es precisamente el sitio de su naufragio. The Lighthouse es una pesadilla marítima, un descenso – pero descenso no es la palabra, una caída, una caída por un peñasco, a la locura. Los dos desgraciados protagonistas se ahogan en lluvias torrenciales y sobre todo en alcohol, y uno los sigue de cerca, embriagado también, pero por la extraordinaria fotografía, la hipnotizante banda sonora y la rabiosa edición.

Tom Wake (Dafoe) es un viejo lobo marino al que una pierna mala ha separado de los barcos, relegándolo a esa roca negra y a la labor de wickie, cuidador y operador de un faro. A su mando está el recién llegado Ephraim Winslow (Pattinson), quien fuera una vez un leñador pero ahora se dedica a cualquier trabajo que pague. Para su pésima suerte, eligió este trabajo. Pronto se da cuenta de que ha sido contratado no sólo como ayudante, sino también como mucama y como patiño. De hecho, Winslow parece hacerlo todo mientras que Wake se dedica simplemente a atender el cuarto de la luz, una tarea que se reserva celosamente y que en ocasiones disfruta desnudo. La única tregua entre estos dos hombres solitarios llega por las noches, durante la cena, cuando Wake prácticamente obliga a Winslow a conversar y a beber un licor que, me imagino, debe tener más en común con el desengrasante que con el vodka. Wake y Winslow se acercan poco a poco, pero sus acercamientos, incluso aquellos que por un momento podrían inspirar ternura o risa, son siempre los de dos bestias ariscas que en cualquier segundo pueden lanzarse a abrirse el pescuezo con los dientes. Los dos esconden secretos, entre ellos y ante nosotros.

Es impresionante lo que estos dos actores han hecho. El marino curtido en salmuera que es Tomas Wake viene completo con gorro, pipa y (casi) pata de palo y sus expresiones y gruñidos completan una imagen que en manos de un actor menor habría sido una caricatura. Pero Dafoe es Dafoe y con esta materia esculpe un portento de personaje que en ocasiones recuerda al capitán Ahab y en otras al mismísimo Neptuno. (Para regresarnos a la tierra, no obstante, Eggers se ha tomado la molestia de agregarle otro rasgo importante a Wake: constantes flatulencias). Robert Pattinson, por el otro lado, se confirma como uno de los actores más talentosos de su generación (sí, ¿quién lo hubiera pensado?) con su Ephraim Winslow, a ratos enigmático, a ratos vulnerable, a ratos un hierro caliente de furia, siempre una maraña de angustia.

Igualmente impresionante es el guion que Robert Eggers ha escrito con su hermano menor, Max Eggers. Los hermanos Eggers investigaron a profundidad literatura del mar de la época y de la región (finales del siglo XIX), particularmente a través de las obras de Sarah Orne Jewett. El diálogo resultante que Wake y Winslow se escupen uno al otro es Melville, es Coleridge, y está tan lleno de aliteraciones que a Shakespeare le provocaría escalofríos de placer.

Si un director menos talentoso y menos ambicioso hubiera estado al timón, The Lighthouse podría haber sido una de esas películas hermanas gemelas del teatro, porque se presta para eso: una locación, dos personajes, diálogo de primerísimo nivel. Pero Robert Eggers está interesado en el cine, el cine puro y decantado, de manera que toma estos elementos y con un ojo prodigioso sigue las vetas y encuentra oro visual.

El director ha confiado de nuevo en el fotógrafo Jarin Blaschke y en la editora Louise Ford, con quienes ya había trabajado en The Witch. Grabada en película en blanco y negro de 35mm y en un aspect ratio de 1.19:1, The Lighthouse evoca conscientemente el cine de Murnau o Lang. El expresionismo alemán tiene su clara huella aquí, con una iluminación espectacular que escudriña los gestos, que manosea las caras buscándoles surcos grotescos, y que proyecta sombras ominosas y casi vivas. También hay algo de la pintura de Andrew Wyeth y de la fotografía de Edward Weston (en particular ésa de la espiral de una concha que es como el molde para la escalera de caracol del faro). La edición, por su parte, es modernísima y tiene un pie en Un Chien Andalou y otro en el futuro, con una sesión masturbatoria en particular que podría inducir un síncope.

Mas lo interesante ocurre ahí donde Eggers se despega de sus influencias, pues su película no tiene nada de los escenarios distorsionados del expresionismo. Al contrario, desde The Witch Eggers ha dejado claro que es un obsesivo en lo que se refiere a la autenticidad. En The Lighthouse, por ejemplo, grabaron en Cabo Corchu, Nueva Escocia, donde el clima era realmente tan horripilante como el que vemos en pantalla (tres tormentas arremetieron contra la filmación). La ropa que visten Defoe y Pattinson está hecha con lana gruesa y piel de cerdo de acuerdo con escritos de la época. El faro se construyo ex profeso. Pero a Eggers este rigor histórico le sirve no para hacer películas realistas, sino para construir fantasías retorcidas como si hubieran ocurrido de verdad.

El efecto combinado y coronado por la banda sonora de Mark Korven, llena de tubas que evocan el bramido grave de los barcos, es un viaje mesmérico que en efecto es de horror, pero un horror siempre ambiguo y que en el fondo es el horror de los hombres, el horror de los hombres solos, enfrentados consigo mismos, con sus fantasmas, con el ansia de poder, con la lujuria. Particularmente la lujuria. Porque en The Lighthouse, como en el horror pretérito, de ciertos cuentos folclóricos, el miedo y la culpa se juntan con el deseo sexual. El sexo (o la falta de) se mezcla como tinta con sangre en el licor que beben Winslow y Wake desesperados. (¿Qué diría Freud que simboliza un faro?).

Es por ello que la trama es escasa, no porque sea superficial, sino porque bastan unos símbolos, unas cuantas referencias a la mitología griega y a las supersticiones de marineros para que sigamos las raíces de esta historia que llegan muy hondo, al estrato donde duermen los arquetipos.

A estas alturas sobra decir que la película es una delicia. Hay escenas, en particular una, que quedarán grabadas en mí mientras me dure la memoria. Espero que me dure mucho.




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Jorge Luis Flores Hernández (León, 1992). Es un traductor hambriento y semiólogo desahuciado. Ha publicado cuentos en las revistas Dédalo, Alternativas, y varias de sus microficciones aparecen en las antologías Poquito porque es bendito y Para leerlos todos. Mantiene el blog Letreraria.

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