martes. 23.04.2024
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Ver y morir entre líneas

José Luis Justes Amador 

Roy Batty
Ver y morir entre líneas
Ver y morir entre líneas

Esta historia, como todas las historias, como todas las buenas historias, comienza por el final. Esta historia, como soñaba Borges de la literatura, comienza con un texto que puede ser falseado y apropiado. Esta historia comienza con los fragmentos del diario del cosmonauta fantasma Iván Istochnikov que en 1968 a bordo de la Soyuz 2 escribió:

He tenido momentos de somnolencia y mi mente ha vivido una extraña pesadilla. Lo anoto antes de que la concentración en mis trabajos de vuelo me haga olvidar sus detalles. El guerrero respiraba con dificultad y hablaba con voz entrecortada:

Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.

Por supuesto que Iván Istochnikov no existió nunca y nunca escribió eso (aunque, entre otros muchos medios, Luna Córnea o varios programas de televisión y periódicos lo creyeran, aun con lo extraño que resulta que alguien que escribe en ruso cometa el mismo error de traducción que los subtituladores —tanto el latinoamericano como el español— al verter “attack ships in flames” como “atacar naves en llamas” en lugar del más acertado “naves de ataque en llamas”).

¿Qué hace que el monólogo de Roy Batty haya llegado a ese límite de ser asimilado hasta tal grado por una cultura común que pueda ser citado, referenciado, reescrito, en un texto falso? La respuesta es, al mismo tiempo, sencilla y compleja. Sencilla porque está perfectamente enraizado en una tradición poética, en la de los autores que logran convertir, nunca sabremos cómo, unas cuantas líneas en algo universal, en una tradición que tiene como temas principales, obsesivos y constantes, la visión, o las visiones, y la muerte, la dolorosa constancia de que la muerte arrasa con todo lo que se haya visto o vivido. Y compleja porque lograr estar dentro de esa genial y reducida lista, cuyo único antologador es el tiempo, implica, más allá de la leyenda de la improvisación de Rutger Hauer, una perfecta comprensión del ser humano que, oximorónicamente, no viene de un poeta, de un novelista o de un filósofo, ni siquiera de un humano, sino de un replicante.

¿Por qué y, aún más importante, cómo escuchar a un replicante? ¿Cómo leer las últimas palabras de Batty? Exactamente igual de cómo escucharíamos a un visionario, del mismo modo que leeríamos a un poeta. Y es él mismo quien, en un momento menos recordado de Blade Runner, lo permite insinuándolo al versionear uno de los poemas del poeta profético y visionario por excelencia, William Blake. Donde el poeta inglés escribe, en el significativamente titulado, A Prophecy “Fiery the angels rose, and as they rose deep thunder roll’d / Around their shores: indignant burning with the fires of Orc”, el replicante cita, sin decir que es una cita, con un cambio radical: “Los ángeles cayeron. Profundos truenos se oían en las costas ardiendo con los fuegos del Orco”.

Contar contra la muerte

Roy Batty se encuentra en esa larga lista de poetas (¿un replicante poeta?) cuyo tema central es el lamento ante la imposibilidad de dejar constancia de las huidizas experiencias, de las visiones, de las que no va a quedar nada salvo lo escrito, lo dicho. Y Batty cuenta por dos motivos principalmente.

Uno, por el simple hecho de no perderlo, de no dejar que se pierda. Nombrar algo, y más si ese algo sólo uno lo ha visto o lo conoce, es la única manera de vencer al tiempo, al olvido que el tiempo conlleva. “So long as men can breathe or eyes can see”, escribió Shakespeare. Y, tal vez, sólo tal vez, es por eso que el replicante salva la vida de Deckard. Porque respira y tiene ojos (recuérdese aquí el constante simbolismo de los ojos a lo largo de toda la película), porque al impedir que caiga desde lo alto del edificio, el replicante se asegura de que todavía haya alguien que lo escuche, que vea a través de lo escuchado. “So long this lives”, continúa el Bardo en el pareado de su soneto 18, “and this gives life to thee”. Y Batty parece reescribir a Shakespeare al más puro estilo de Marías. “Mientras viva esto, esto que acabo de contarte, esto por lo que te he salvado del abismo para que me escuches, me va a dar vida, algo que en realidad no tengo”.

Dormir, soñar, morir

“…To die, to sleep, / To sleep, perchance to Dream”, dicen dos versos del que, probablemente, no probable sino seguramente, sea el monólogo más conocido de la historia. Un replicante no muere ni duerme, quizá sólo sueña y quién sabe, ni siquiera lo sabe el autor de la novela que Riddley Scott reconoce no haber leído, si lo hace con ovejas eléctricas. ¿Muere, duerme, sueña? No importa, porque en esa duda está el acierto de las palabras de Roy Batty, el replicante poeta cuyas últimas palabras hacen dudar al escucha-espectador que se pregunta si ha visto realmente lo que dice que ha visto.

¿Ha visto Batty lo que dice que ha visto? ¿Importa? ¿Le importa a Deckard que para ver a través del oído —“ver a través del oído” podría ser una definición de la poesía— ha vuelto, ha sido devuelto, de entre los muertos? Al escucharlo Deckard, al escucharlo nosotros, sabemos que son verdad. Y que no sólo son ciertas esas imágenes sino que también son bellas, algo que ya había escrito John Keats en uno de sus pocos poemas. “Beauty is truth, truth, that is all / Ye know on earth and all ye need to know”. Lo que importa es que el espectador, el escucha, Deckard el primero y nosotros con él, tenga, tengamos la sensación, la certeza, de que las naves de ataque realmente ardieron, de que los rayos C brillan de verdad más allá de las puertas de Tannhäuser. Y también de que semejantes visiones han sido hermosas, tanto que valdría la pena haberlas visto. O, al menos, como es el caso, escuchado.

¿Ha visto Roy Batty lo que dice que ha visto? Por supuesto, y más teniendo en cuenta que, tanto en el original inglés como en la traducción al español, tanto “seen” como “visto”, se prestan a una doble lectura. Ver en el sentido corporal, pero también ver en el sentido de tener una visión, algo que por imaginario o imaginado no deja de ser cierto, verdadero. Lo que haya visto con los ojos, lo imaginado —con los ojos del alma—, lo que debería tener Batty, lo que haya soñado o lo que lleva de nuevo a la duda que titula la novela, no importa. El replicante nombra, cuenta, para salvar del tiempo y del olvido sus visiones, el que, por esencia, ya está “despojado de la confusión de esta vida mortal”, “shuffled off this mortal coil”, como la llama Shakespeare.

¿Importa? No, al menos no a Chejov, que llama a Batty artista porque “usted tiene razón en exigir una actitud consciente del artista hacia su obra, pero mezcla dos ideas: la solución del problema y su correcta presentación. Sólo lo último es obligatorio para el artista”. No puede, y probablemente tampoco quiere, responder el replicante que, cumpliendo el dictum del ruso, nos ha dejado a nosotros, escuchas, espectadores, la solución de un problema que ha presentado correctamente.

Un nombre por venir

A un replicante se le pueden aplicar perfectamente las palabras de Homero que Ezra Pound traduce e inserta en Cantares completos: “A man with no fortune / and a name to come”. Y en esa búsqueda de fortuna y nombre, incesante e inútil precisamente por no ser un hombre, Roy Batty se encuentra con dos certezas: lo que ha visto, y que va morir. O, al menos, a desaparecer.

Cuando Batty afirma todo lo que ha visto se enmarca en una tradición ya inaugurada por Shakespeare (¿hay algo que Shakespeare no haya inaugurado?, pregunta el Bloom que todos llevamos dentro). La de un momento en la historia que hace de quien lo vive, de quien lo contempla, un alguien especial. No hay tanta diferencia entre haber luchado en la batalla de San Crispín del Enrique V y haber atacado naves en llamas. «Then will he strip his sleeve and show his scars. / And say “These wounds I had on Crispin’s day”». Así Roy Batty, con el mismo orgullo que el rey propone a sus soldados, le dice al humano, a nosotros, todo lo que ha visto. No puede —y eso lo hace, aunque replicante, humano, más humano incluso que quienes lo escuchan— más que luchar por forjarse ese mismo nombre que querían los compañeros de Ulises, los soldados de Enrique, a través de acciones meritorias que puedan ser contadas. Un nombre, uno verdadero que sustituya al impuesto N6MAA10816.

Un nombre que “From this day to the ending of the world, / But we in it shall be remembered”, un nombre que desde el momento en que es ganado, merecido, será recordado por todos los tiempos por lo que hizo, en este caso por haber visto lo que nosotros ni siquiera creeríamos (traducción española) ni imaginaríamos (traducción latinoamericana) y que lo convertirá, como continúa Shakespeare, en uno de esos “we few, we happy few, we band of brothers”, esos pocos, esa hermandad de la que, cazados por Deckard, cada vez quedan menos.

Escrito en el agua

Y todo el discurso final de Roy Batty se da —resabio de la falacia patética que viene de la literatura del siglo xix— del romanticismo en el que el paisaje no es sino un reflejo de lo que pasa en el adentro de los personajes: bajo la lluvia, una lluvia que es literalmente traída al discurso porque todo lo visto, lo contado, se perderá “como lágrimas en la lluvia”, se perderá como el nombre del poeta, Keats, que pidió para su epitafio “Here lies one whose name was writ in water”.

Pero, al igual que el poeta inglés inscribió su nombre no en el agua sino en la historia de la poesía, las visiones del replicante, lo que Roy Batty nos dice que ha visto, no ha de perderse porque escucharlo ha servido para que quede inscrito en la memoria, una que ha logrado cumplir con lo que Horacio quería para su obra. Exegi monumentum aere perennius, “he levantado un monumento más duradero que el bronce y más alto que la regia permanencia de las pirámides, al que ni la devoradora lluvia, ni el furioso Aquilón podrán jamás destruir, ni tan siquiera la innumerable sucesión de los años y el paso del tiempo”. No mientras Deckard viva, no mientras alguien que respire y vea, mantenga en su memoria las visiones de Batty, las palabras que no han de perderse aunque caiga la lluvia amenazando con borrar todo.

Dos epígrafes finales

Y si esta historia comenzó por el final, debe, en estricta justicia, terminar con lo que debería haber estado al principio. Los dos epígrafes que merece el monólogo de Roy Batty.

El primero, monólogo también de una película —El fantasma y la señora Muir—, cuando el capitán Gregg acude a despedirse de Lucy, la humana que lo amó y con la que aun fantasma convivió, a punto de morir y que contiene la esencia de todo lo que Batty dice, pero teñido de una nostalgia que la esencia del replicante le impide:

¡Cómo te hubiera gustado el cabo norte y los fiordos al sol de medianoche! ¡Cruzar los arrecifes de Barbados donde el agua azul se vuelve verde! ¡Las Fakland donde la galerna del sur hace que el mar se ponga blanco de espuma! ¡Cuántas cosas nos perdimos, Lucía! ¡Cuántas cosas nos perdimos!

Y el consejo de Holden Caulfield que Roy Batty nunca siguió:

No cuenten nada a nadie. Si lo hacen, empezarán a echar de menos a todo el mundo.



[Publicado originalmente en la revista Tierra Adentro]

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