sábado. 20.04.2024
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Retazos de memoria (en honor de don Julio Scherer, mi tocayo)

Retazos de memoria (en honor de don Julio Scherer, mi tocayo)

Me tomó por sorpresa la noticia de su partida, aunque por su edad y su estado de salud su muerte se veía venir. En mi pueblo dirían que “se lo jaló” su gran amigo Vicente Leñero, fallecido hace unas semanas; como que no les gusta ni a uno ni al otro eso de andar solitos en el tránsito al mas allá. Bien por ellos que saben de amistades eternas y compañías consoladoras.

Tan me sorprendió la muerte de mi querido Don Julio que tuve que acudir otra vez al oficio de escribir para serenar mi espíritu apesadumbrado y doliente. Me pegó fuerte la noticia, a mí que el tema de la muerte ya no me asusta, gracias a los benditos años que ponen todo en perspectiva y minimizan los dramas.

Así que para no hacerla de tos y dejar de llorar con esas lágrimas saltarinas que se desbordan en los duelos, seguí su máxima: Si vas a escribir, déjate de filosofías y razonamientos y a chingarle, que es la única manera de dominar la pluma, en este caso, el teclado del ordenador.

Nomás ver su rostro en la pantalla me llena de ternura. El buen viejo, tan cálido y gentil que me dio la oportunidad de trabajar en la revista Proceso cuando no tenía yo ni 25 años de vida, escasísima preparación y poca idea de lo que era el mundo del periodismo.

Nomás me conoció y dio el sí. Me quedaba yo como gerente de relaciones públicas en la revista. Golpe de suerte y de audacia, sin duda, porque se necesita ser audaz para aspirar a un puesto así con apenas tercero de secundaria y una vida profesional variopinta, que me llevó de ser recepcionista de el periódico El Sol de León a la televisión local (canal 10, como conductora), recepcionista del hotel Real de Minas y redactora de la oficina de prensa del Gobierno de Guanajuato, entre otras chambas sin mayor trascendencia.

Nunca me mintió. Me contrató porque le caí bien y porque siempre viene bien una cara bonita en un territorio de hombres como era Proceso. Perdón por la inmodestia, pero a mi edad se vale.

Total que la güerita provinciana arribó a Fresas 13, en lacolonia Del Valle, 2 de junio de 1980, con más ánimo y buena disposición que capacidades para ofrecer.

Al principio, protegida siempre por el gerente de publicidad, Don Rubén Cardoso, mi tarea fue acompañarlo  a visitar clientes molestos en el DF,  esto es, anunciantes del sector oficial —secretarías y otras dependencias gubernamentales, en su mayoría- que  ante las revelaciones de la revista se sentían ofendidos y amenazaban con suspender la publicidad que tanto necesitaba el semanario para sobrevivir. La misión, que don Rubén siempre realizó con mucha eficiencia, era convencer a los ofendidos funcionarios de continuar publicitándose en la revista, y aceptar que aún la mala prensa es herramienta de mercadotecnia. Unos lo aceptaban y otros no, pero el juego era divertido.

Me dieron un buen sueldo y un coche medio trasteado que regresé a los 5 días, porque de plano me sentí incapaz de enfrentar solita el tráfico capitalino.  Qué se le va a hacer: lo mío no es la manejada, ni entonces ni ahora, y en la ciudad de México menos aún. Total que me quedé con el sueldo y aprendí a andar en taxis, metro y peseros, como hasta la fecha me muevo en la gran capital.

Don Julio parecía divertirse con esa chamaca inocentona que tenía, entre otras, la gracia de emborrachar a todos los viejos lobos de mar, a punta de ingerir como si de agua se tratara, botellas de tequila que parecían hacerme lo que el viento a Juárez.  Buen hígado y valor para no ceder a los humos etílicos, como hubiesen querido mis avezados compañeros de la redacción.

Temprano comenzó a llamarme cariñosamente “tocaya”, por aquello que compartíamos el apellido García, y que el se sentía guanajuatense por alguna razón. Así que era tocaya y paisana sin venir a cuento, porque yo ni guanajuatense soy, pues nací en San Luis Potosí.

Durante unos meses viajé en nombre de Proceso a varias ciudades del país para remediar entuertos. No se cómo le hacía para convencer a jefes de prensa, de que era importante que siguieran apoyando a la revista con gacetillas pagadas, aunque como se quejaba JOLOPO, no nos pagaban para que les pegáramos. Muchas historias en Sinaloa y Sonora, por ejemplo, pero sin mayor importancia que la anécdota.

Pero eso de viajar no me bastaba. Yo quería aprender a escribir y publicar en la revista, o ya de perdis en la agencia de noticias CISA, que alimentaba muchas redacciones del país.

Se me ocurrió pedirle a don Julio que me diera esa oportunidad, la de aprender a escribir, justo durante una fiesta de aniversario, el 6 de noviembre. Era el cuarto año del semanario y se puede decir que aún imperaba entre los periodistas y reporteros (que no es lo mismo) un ambiente romántico e idealista sobre nuestro quehacer.

–Don “Don Julio, por favor, deme oportunidad de aprender a escribir. Yo quiero publicar en la revista”-, le supliqué en un momento en que estuvimos solos en medio de la algarabía de la pachanga.

El viejo entrecerró lo ojos y con una amplia sonrisa me espetó: “No, tocaya. De escribir nada. Usted me sirve par abrir puertas, no para cerrarlas”, sentenció. Pero no pudo con mi terquedad y al final me mandó a la guardia, a escribir reportes meteorológicos y síntesis de prensa, con la mitad del sueldo y bajo la autoridad implacable pero gentil de don Enrique Maza, el jesuita jefe de redacción de la revista.

Estuve un año en la guardia, que fue como cursar una maestría para mí, la apasionada autodidacta que fui y soy. Se puede decir que bajé de categoría pero nunca en los afectos de Don Julio, que siempre, y hasta que renuncié para iniciar el proyecto del periódico El Financiero, siempre me trató con la dulzura paternal que era capaz de prodigar.

A don Julio le debo pues mi oficio y muchas de mis convicciones, aún intactas, como jamás vender mi conciencia ni regalar mi trabajo. Gracias donde estés, querido tocayo. Fue un privilegio haberte conocido.