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05/02/13

El libro y su verdugo

A los intelectuales les gusta ver arder libros, infiere Fernando Báez tras doce años de estudio sobre la biblioclastia vertidos en el titulo borgeano Historia universal de la destrucción de libros (Destino, 2004). Báez sostiene que mientras más culto es un pueblo o un hombre, está más dispuesto a eliminar libros bajo la presión de mitos apocalípticos.
El libro y su verdugo

A los intelectuales les gusta ver arder libros, infiere Fernando Báez tras doce años de estudio sobre la biblioclastia vertidos en el titulo borgeano Historia universal de la destrucción de libros (Destino, 2004). Báez sostiene que mientras más culto es un pueblo o un hombre, está más dispuesto a eliminar libros bajo la presión de mitos apocalípticos.

Pensemos que el libro no es destruido como objeto tangible sino como vínculo de memoria. El libro da volumen a la memoria humana. Quien destruye un libro aniquila la memoria que éste protege, el patrimonio de una cultura entera. La destrucción se cumple contra cuanto sea amenaza directa o indirecta a un valor considerado superior, sostiene Báez.

Al establecer las bases de una personalidad totalitaria, el mito apocalíptico impulsa en cada individuo o grupo un interés por una totalidad sin cortapisas. Curiosamente, los destructores cuentan con un elevado sentido creativo; poseen su propio libro, que consideran eterno. Báez señala que “cuando el fervor extremista apriorístico asignó una condición categórica al contenido de una obra (llámese Biblia, Corán o el programa de un movimiento religioso, social, artístico, político), lo hizo para legitimar su procedencia divina o permanente (Dios como autor o, en su defecto, un iluminado, un mesías)”.

Son legión los estadistas, líderes profesionales, filósofos, eruditos y escritores que han reivindicado la biblioclastia. Prueba de ello lo encontramos en Grecia, donde abunda el logos y los pirómanos.

Pensemos en el sofista Protágoras de Abdera (siglo V a.C.), acusado de impiedad (al igual que Sócrates) por los demócratas atenienses que llevaron a la hoguera publica su libro Sobre los dioses. Diógenes Laercio, biógrafo y difamador, afirmó de Platón que no contento con expulsar a los poetas de su republica ideal, intentó quemar los libros de Demócrito y quemo sus propios versos al conocer a Sócrates. El padre de la medicina occidental Hipócrates de Cos, en cierto momento de su vida, incendió la biblioteca del Templo de la Salud de Cnido.               

No es ocioso mencionar que en China, el emperador Li Si, por consejo  de su subordinado Zhi Huang Di, quemó todos los libros que defendían el retorno al pasado, lo cual sucedió en el 213 a. C. Asombra a muchos el hecho de que Cesar Augusto, protector de Virgilio, en el año 8 d. C. prohibiera la circulación del Ars Amatoria de Ovidio, además de torturar y perseguir a otros escritores y quemar sus obras. Fray Diego de Cisneros, fundador de la Universidad de Alcalá y gestor de la llamada Biblia Sacra Polyglota (en griego, hebreo y caldeo, con traducción al latín), quemó los libros de los musulmanes en Granada. Algo parecido sucedió aquí en México, con Fray Juan de Zumárraga, creador de la primera biblioteca de México que en 1530 prendió fuego a los códices mayas.

René Descartes, padre del racionalismo moderno, en su Discurso del Método, seguro de sus descubrimientos, pidió a los lectores quemar los libros antiguos. David Hume, el filósofo del billar y las cervezas, no chistó cuando pedía la desaparición de todos los libros sobre metafísica. Martin Heidegger, en un gesto comparable al del apóstol Pedro, como rector designado, sacó de su biblioteca libros de Edmund Husserl (su maestro en fenomenología) para que sus estudiantes los incendiaran en 1933. El historiador W. Jütte dice que durante el biblocausto nazi se destruyeron las obras de más de 5,500 autores. Simultáneamente, los estadounidenses escandalizados por tal barbarie, destruían ejemplares del Ulises de James Joyce.

Pero también los escritores van contra sus propias obras. Gustav Flaubert, autor de Madame Bovary, historia de amor brutal y realista, con tema de adulterio, fue condenada como pornografía cuando se publicó en folletín en un periódico en 1856, y Flaubert fue acusado de ofender la moral pública y la religión. La corte censuró el libro, pero absolvió al autor. Aunque la novela estaba vendiéndose por millares, Flaubert dijo que deseaba tener suficiente dinero para comprar cada ejemplar y, “arrojarlos al fuego y jamás oír nuevamente del libro”.  

En abril de 2003, el gobierno de Estados Unidos ocupó Irak en nombre de la seguridad y democracia, lo que provocó se destruyeron más de un millón de libros en Bagdad. Rumsfeld, un connotado universitario, fue el gestor de este acto infame.  

 La conclusión no parece del todo precipitada: el verdugo de los libros es el intelectual.