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14/03/13

El presidencialismo redivivo

Las recientes reformas promovidas por el novel presidente de la República Enrique Peña Nieto están sacudiendo las calmadas aguas del inmovilismo nacional al que nos habían acostumbrado los tres mandatarios que lo antecedieron.
El presidencialismo redivivo

Las recientes reformas promovidas por el novel presidente de la República Enrique Peña Nieto están sacudiendo las calmadas aguas del inmovilismo nacional al que nos habían acostumbrado los tres mandatarios que lo antecedieron. Una fiebre similar por las reformas y los zarandeos a estructuras anquilosadas sólo la recuerdo en tiempos de Carlos Salinas, en particular su segunda mitad de sexenio, cuando pudo contar con el apoyo del Poder Legislativo. En aquel entonces, los analistas interpretaban ese entusiasmo transformador como efecto del déficit de legitimidad con que arribó al poder el joven tecnócrata -40 años de edad- y su afán por reivindicarse ante la Historia. No hemos tenido un mandatario con tanta popularidad como Salinas, quien tuvo la mala fortuna en 1994 de que le brincaran encima los olvidados de México, y que luego le mataran a su Delfín y a su cuñado, desatando el morbo conspirador del pueblo mexicano.

A pesar de lo que se diga, Salinas inició su sexenio con una alta popularidad: 66% de los encuestados por Consulta Mitofski declararon aprobar las acciones de su gobierno en 1989. En los años siguientes esta cifra no hizo más que aumentar, hasta llegar a un impresionante 81% en 2003, cifra que no se ha vuelto a alcanzar en los años siguientes. Zedillo comenzó en el suelo, con un 43% en 2005, evidencia del enojo popular por el “error de diciembre”. Pero se fue recuperando hasta alcanzar trabajosamente el 64% en 1999. Vicente Fox se benefició del entusiasmo por la alternancia democratizadora, y comenzó con un 63% de popularidad en 2001, para caer casi de inmediato al 52% en 2002, y mantenerse en vaivén en los siguientes años: 58% en 2003, 54% en 2004 y 59% en 2005. Calderón logró mantenerse entre el 61 y 62% en la primera mitad de su sexenio, pero el desgaste de la guerra contra el crimen organizado lo llevó al 54% en 2010 y al 51% en 2011. Algunas medidas le valieron reconocimiento inicial, como la desaparición de Luz y Fuerza del Centro, emporio de corrupción; pero después se focalizó demasiado en el desarrollo de infraestructura física y en el combate violento y mediático a los delincuentes cerriles de metralleta. Pero dejó sin tocar a la delincuencia sofisticada de cuello blanco, incluyendo a la burocrática.

Me parece evidente que la popularidad presidencial en México va de la mano de la percepción de un ejercicio fuerte y decidido por parte del titular del Ejecutivo. Poco tiene que ver con las promesas de mejora económica para las familias (Zedillo), o las ofertas democratizadoras y moralizadoras (Fox), ni de la confrontación directa con las mafias y los cárteles (Calderón). Los ciudadanos premian al que toma medidas concretas que permitan destrabar los diferentes nudos que han detenido el desarrollo nacional: el empleo (Reforma Laboral), la educación (Reforma Educativa y golpe al cacicazgo sindical), la justicia (Ley de Amparo), los servicios de comunicación (Reforma a las Telecomunicaciones) y las que ya se cocinan en la Alianza por México. Ésta, por cierto, es un instrumento que ha demostrado una inopinada efectividad, que ha llevado incluso a que las oposiciones de derecha y de izquierda se estén fracturando en su interior por considerar que se le está poniendo la mesa del banquete al presidente Peña. Así vemos desgañitarse a los radicales de siempre: al derechoso Javier Lozano pegándole a Gustavo Madero, a la izquierdosa Dolores Padierna descalificando a Jesús Zambrano; ambos enfadados por el “colaboracionismo” de sus dirigencias. Parece que les resulta más cómodo seguir llevándole la contra a quien esté al frente de los destinos del país, que colaborar en la construcción de un México fuerte e incluyente.

Quiero interpretar que el presidencialismo mexicano no puede desprenderse de su histórica vocación de “ogro filantrópico”, del que hablaba Octavio Paz. El presidente de la República debe jugar un papel de conglomerante nacional, con rasgos de paternalismo protector y de autoritarismo ejecutor. El arresto de la maestra Gordillo, por ejemplo, llevó el nivel de popularidad de Peña Nieto de 53% a 59% en sólo seis días, declaró Roy Campos el 8 de marzo pasado (Milenio-Tampico, nota de Notimex). Este desplante de fuerza presidencial, que pudo involucrar el uso de las “facultades metaconstitucionales” de las que hablaba Jorge Carpizo, despertó una ola de simpatía casi unánime que podría inspirar otras medidas similares en el futuro.

Peña Nieto comenzó su gobierno incluso antes de recibir la banda presidencial, y para ello contó con la colaboración de su antecesor. La muestra fue el caso Cassez. Esto podrá ser criticable y poco democrático, pero el país tenía acumuladas demasiadas urgencias que convenía atender de inmediato. Se ha optado por la efectividad; espero que no sea en detrimento de la legalidad.

*Antropólogo social. Profesor investigador de la Universidad de Guanajuato, Campus León. [email protected] – www.luis.rionda.net - rionda.blogspot.com – Twitter: @riondal