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04/03/13

La medicina quirúrgica en el siglo XIX

Al estudiar la historia de la medicina, nos encontramos continuamente con grandes transformaciones conceptuales en muy pocos siglos. En ocasiones nos cuesta comprender las grandes diferencias en el tratamiento y la concepción de la enfermedad, de nuestra época y la de nuestros predecesores.
La medicina quirúrgica en el siglo XIX

Al estudiar la historia de la medicina, nos encontramos continuamente con grandes transformaciones conceptuales en muy pocos siglos. En ocasiones nos cuesta comprender las grandes diferencias en el tratamiento y la concepción de la enfermedad, de nuestra época y la de nuestros predecesores. Hoy en día un médico cirujano es por mucho superior a un médico general sin atribuciones en el quirófano, pero no siempre fue así. Por ello hemos decidido compartirles un poco de la historia médica, abordando una pequeña parte de la historia de la medicina quirúrgica, la cual es más novedosa de lo que aparenta.

En los siglos anteriores al XVIII, cirugía era considerada como un "arte inferior", y a la obstetricia un "arte denigrante". Mientras que la práctica médica tenía características doctrinales, la cirugía era una actividad artesanal. Tal fobia existió en Europa contra la cirugía en los siglos XVI y XVII, en Alemania, para el ejercicio de ciertos cargos públicos, se llegó a exigir que el candidato a ocuparlos jurara "tener la sangre limpia y no ser hijo de cirujano". El médico que practicaba la medicina pura se consideraba de categoría superior, mientras que los cirujanos, principalmente los romancistas, quienes constituían el grupo mayoritario, eran totalmente menospreciados por los médicos. Ante esta situación, dichos cirujanos buscaban ayuda de sangradores y barberos, con los que encontraban afinidad, compartiendo con ellos la misma corporación. La vinculación médico-quirúrgica empezó  a manifestase hasta finales del siglo XVIII[1].

         Para principios del siglo XIX ya se había alcanzado un grado muy alto de habilidad en las operaciones. En la Nueva España, por la influencia indígena, se aprendió a mirar en la cirugía un arte médico mayor y después de la Conquista se escribieron obras quirúrgicas notables. En 1578 Alfonso López escribió en la Nueva España el primer tratado quirúrgico de América, el cual tituló: "Suma y recopilación de Cirugía, con un arte para sangrar muy útil y provechoso". Después de esa obra apareció otra del médico agustino García de Farfán, titulada "Tratado breve de Cirugía y del conocimiento y cura de algunas enfermedades", que fue la primera obra publicada por un médico "mexicano" (nacido en España, pero doctorado en la Real y Pontificia Universidad de México).

         La Real y Pontificia Universidad de México no tuvo Facultad de Medicina sino hasta el 7 de enero de 1519. Fecha que señala la iniciación oficial de la enseñanza médica en el Nuevo Mundo. En esa escuela, como lo recuerda Carlos de la Cuesta, se enseñaba tanto la Medicina propiamente dicha, como la cirugía hasta el año 1768 en que, pasando sobre el desdén de los médicos a la cosa quirúrgica, Carlos III obligo por decreto se hiciese la fundación de la Real Escuela de Cirugía, autónoma en todo a la de Medicina[2].

         Desde el punto de vista moderno, la práctica quirúrgica que se realizaba en el siglo XVIII nos parece casi bárbara. La aplicación de aceite hirviente para evitar la infección de las heridas, y la del hierro al rojo, para detener la hemorragia, habían ciertamente sido suplantados por vendajes y ligaduras, pero el progreso esencial se veía detenido por lo limitado de los medios de que entonces se podía echar mano para evitar los dolores del paciente durante la operación y, por lo tanto, quedaban excluidas aquellas operaciones cuya ejecución requiere un tiempo prolongado. No obstante, el mayor obstáculo eran los resultados que frecuentemente seguían a la operación; era casi inevitable la infección de las heridas, tanto las accidentales como las hechas por el cirujano.

         En tales condiciones, el campo de la cirugía se hallaba necesariamente limitado, y consistía principalmente en la amputación de miembros (a lo cual los cirujanos eran muy aficionados), la extirpación de crecimientos anormales y tumores, y piedra de la vejiga; en la trepanación de cráneo para el tratamiento de las fracturas, y en la apertura de abscesos. Abrir una articulación, la cavidad abdominal o el pecho, significaba casi de manera segura la muerte a cusa de la infección que seguía y, por lo tanto rara vez se atrevían a hacer estas intervenciones.

         Las drogas narcóticas, como el opio, se utilizaban a veces para disminuir el dolor, pero no eran suficientes para evitar los esfuerzos involuntarios que hacía el paciente. Existía además el temor mental que precedía a la operación, el horror de ser sujetado o atado, el darse cuenta de todo lo que estaba sucediendo, el dolor horrible del hueso aserrado, el colapso en que se caía después. Si la operación en si tenía éxito, todavía quedaba para después el dolor de las curaciones durante una larga convalecencia, y el alto peligro de la gangrena de la herida con el resultado fatal de una infección generalizada que causaba la muerte a un gran número de operados, tan sólo en pacientes intervenidos por fractura expuesta causaba la muerte al 50%. Se conocía con el nombre de “gangrena de hospital” por su gran frecuencia en las salas donde se agrupaban los casos quirúrgicos[3].

         La manera de amputar un brazo a inicios del siglo XIX era la siguiente:

 

       “Cuando lleguemos a la operación lo más conveniente es tomar sitio conveniente en el enfermo, los ministros (que así eran designados los ayudantes) y el mismo cirujano. El enfermo se colocará en una silla baja en medio del cuadro, para que de este modo quede lugar  libre y desembarazado de los ministros. El cirujano debe ponerse en medio de los dos pies del paciente y los ministros (que a lo menos debe haber seis), uno de ellos se pondrá a las espaldas del enfermo para contener su cuerpo, , otro al lado del brazo que se ha de amputar, para que lo tenga con la parte superior junto al codo, el tercero debe tener asida la mano del paciente, el otro estará en el mismo lado con el aparato de los instrumentos, para que el cirujano los tome con facilidad, el quinto para que suministre las demás cosas necesarias a la ligación, y el sexto finalmente,  estará pronto para corroborar al doliente y para lo que le mandare el cirujano...[4]

 

         Se procedía a hacer un torniquete al rededor del brazo para contener el sangrado excesivo y posteriormente serrucharlo. Medio siglo antes se  hubiera cauterizado la herida con un hierro ardiente, pero para esta época se sabía que las escaras producidas por el fuego solían desprenderse sobre el tercer día de su cicatrización dejando libre de nuevo la herida a nuevos sangrados o infecciones graves; por ello se comenzaban a realizar por aquellos años torpes intentos de ligar o enlazar las arterias con hilos encerados.

         Las descripciones de los hospitales hasta la segunda mitad del siglo XIX relatan el mal olor, los gemidos, las voces delirantes de los moribundos, la impotencia de los médicos y enfermeras. Las infecciones aparecían súbitamente en las salas de los hospitales, y el terrible azote iba haciendo sus víctimas saltando de una cama a otra, esto hacia la entrada al hospital algo temible. Con la palabra “hospitalismo”, se denotaba el riesgo mayor que se corría en un hospital, en comparación con permanecer en casa, término vago que abarcaba las diversas infecciones en que abundaban los hospitales, y que se consideraba explicación suficiente del prolongado padecimiento de un enfermo y aún de su muerte, de la misma manera que los doctores y enfermeras estaban de tal manera acostumbrados a la fetidez de las salas, que se encontraban como en su propio medio entre aquello que se reconocía como un “excelente mal olor quirúrgico”.



[1] Guillermo Fajardo Ortiz, Los Caminos de la Medicina Colonial en Iberoamérica y las Filipinas, México, UNAM, 1996, p.p. 42.

[2] Hugo Aréchiga / Juan Somolinos Palencia, Contribuciones mexicanas al conocimiento médico, México, Ed. Secretaría de Salud / Academia Nacional de Medicina / Academia dela Investigación Científica / Fondo de Cultura Económica, 1993, 72.

[3] Jhon A. Haywuard. Historia de la medicina, México / Argentina, primera ed. en español, (1ª ed en ingles 1937) Fondo de Cultura Económica, 1956, pp. 26, 28, 29.

[4] Carlos Ramírez Esparza, Apuntes y recopilación bibliográfica para la historia del Hospital Civil de guadalajara, de 1791 a 1950, Tomo II La Cirugía, México, Amat editorial, 2005, pp. 5.