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14/03/13

Ningún Obispo impuesto

Para Clara, en agradecimiento a su presencia de 49 años. El título suena escandaloso, pero en mi defensa diré que lo tomé prestado –como gran parte del contenido de este artículo– de un libro del teólogo catalán José Ignacio González Faus.
Ningún Obispo impuesto

Para Clara, en agradecimiento a su presencia de 49 años.

El título suena escandaloso, pero en mi defensa diré que lo tomé prestado –como gran parte del contenido de este artículo– de un libro del teólogo catalán José Ignacio González Faus. Él tomó prestada la frase, a su vez, de un Papa: San Celestino. En términos más precisos este obispo de Roma, decía, entre el año 422 y el 432, lo siguiente: “Nadie sea dado como obispo a quienes no lo quieran. Búsquese el consentimiento del clero, del pueblo, y de los hombres públicos”.

Estamos tan acostumbrados a vivir una Iglesia tan monárquica y vertical que suena hasta absurdo pedir un poco más de democracia en la elección de nuestros obispos. Pero lo curioso es que en la Iglesia no siempre fueron las cosas así. En los primeros dos siglos de la Iglesia, los diferentes grupos de cristianos, las diferentes iglesias locales, van nombrando a los sucesores de los apóstoles. Los nombramientos siguen procesos electivos, escogiendo a los hombres más reconocidos por su vida recta.

San Hipólito, en el s. III recoge un procedimiento que se seguía probablemente ya en años anteriores: “Que se ordene como obispo, a aquel que, siendo irreprochable, haya sido elegido por todo el pueblo”. Y una vez elegido, eran otros obispos, los de las iglesias cercanas, los que le imponían las manos. En otros lugares y años posteriores, si no había una elección directa, al menos se presentaba el nombre del elegido al pueblo de creyentes para que fuera aprobado por aclamación.

Hay una evidencia histórica que demuestra estos procesos electivos en el nombramiento y cómo este proceder constituía un ejemplo para las autoridades civiles. En una biografía del emperador Alejandro Severo (s. IV) se explica que este gobernante, cuando quería nombrar funcionarios para las provincias, mandaba publicar sus nombres para que el pueblo tuviera oportunidad de expresar su parecer respecto a ellos. Las razones que arguye para este procedimiento las expresa el historiador de la siguiente manera: “decía que era muy serio el que siendo así que los cristianos y los judíos hacían esto mismo presentando los nombres de los sacerdotes que iban a consagrar, no se hiciera esto para los gobernadores de las provincias, en cuyas manos quedaba la fortuna y la vida de los hombres”. La iglesia tenía prácticas más democráticas que las autoridades civiles, y eso la convertía en un agente transformador.

¿Cuándo perdimos el rumbo? Hubo varios factores. Por un lado, a partir del s IV, cuando los obispos empiezan a ser parte importante en la vida de la sociedad, las autoridades civiles empiezan a intervenir para “cargar” las elecciones hacia donde les conviene, o francamente para imponer sus candidatos. En el Tercer Concilio de París ya se advierte que si un obispo es nombrado sin la aprobación del clero y el pueblo y con presión del rey, “no le reciban los demás obispos”. Es en este contexto que San Celestino usa la frase que pusimos en el primer párrafo, oponiéndose a la imposición de los obispos por las autoridades civiles. Esta intervención de los poderes temporales hará que la elección vaya recayendo, como reacción, en el clero, los obispos y el Papa.

Por otro lado, la Iglesia se va expandiendo. Los papas empiezan hacia el s VIII a crecer en poder frente a otras potestades temporales. Frente a los reyes, se irá afirmando la capacidad de los papas para intervenir en casos espirituales y temporales. La Iglesia empieza a modificar la idea de la construcción del Reino de Dios como fermento (el Reino es todo el mundo) a verse a sí misma como El Reino, como una monarquía. Pero también hay una necesidad legítima de reformar y ordenar a la iglesia, para lo cual se necesita el poder centralizado. Otro factor fue la progresiva separación jerárquica que se va dando entre sacerdotes y laicos, y la sacralización excesiva de los obispos y el Papa.

Para el SXV los papas ya han tomado totalmente el control de los nombramientos. Pero paradójicamente, lo que va sucediendo es que, para preservar su poder político, los papas van cediendo, mediante decretos, el derecho a nombrar los obispos a los reyes (regalías), con muchos efectos indeseables: los obispos provienen cada vez más de las clases nobles y obedecen a las órdenes de los monarcas.

Actualmente las circunstancias en el mundo se han modificado. Las monarquías han desaparecido o se mantienen como arreglos simbólicos dentro de los sistemas democráticos. Pero la Iglesia mantiene una forma de nombramiento de obispos y del Papa, en la que los fieles son mirones de palo. Y no vale aquí apelar al Espíritu Santo como el gran elector, porque en los primeros siglos, la aprobación del pueblo era la prueba de que el Espíritu de Dios estaba presente.

No se trata de organizar elecciones directas, pero si de pensar en formas más participativas que le den un mayor dinamismo a la iglesia, como la intervención de presbíteros y laicos comprometidos en la elección de los obispos, o de las conferencias episcopales en la elección del papa. Otras denominaciones cristianas, como los episcopalistas, que tiene una estructura de creencias muy parecida a la Iglesia católica, tienen formas electivas en el nombramiento de sus obispos y obispas, nada que ver con un colegio cardenalicio sesgado y poco representativo.

Regresar a los orígenes electivos, con sus adecuaciones, le podría dar más frescura a nuestra pesada institución Católica y le daría argumentos más sólidos para reclamar democracia y respeto a los derechos humanos en el medio secular.

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