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Blanca Parra
18:26
01/10/14

La escuela en la vida, la vida en la escuela

"Lo que hacíamos en la escuela tenía continuidad en lo que hacíamos fuera de ella. Uno iba a comprar medio cuarto de arroz, por ejemplo, y debía saber calcular el costo."

La escuela en la vida, la vida en la escuela

Hace unos días, a propósito de las fiestas patrias, recordaba una recitación que me tocó decir cuando tenía unos cuatro años, en las celebraciones del Jardín de Niños Rosa Navarro, en Tepic. Han pasado sesenta años y recuerdo muchos de los eventos de esa escuelita pública, la única mixta a la que asistí antes de los 15 años.

Además de la conciencia cívica, del amor y el respeto a la Patria y a nuestra tierra, las actividades escolares intentaban ayudarnos a desarrollar conocimientos con sentido práctico. Una que recuerdo muy vivamente ocurrió en los pasillos de la escuela. Se instalaron pequeños puestos donde los alumnos vendíamos y comprábamos tiras de zanahoria, pepino, jícama, y algunos otros antojos, en una época en la que las frituras y demás comida chatarra todavía no aparecían. Se trataba de que aprendiéramos el uso del dinero y la necesidad de saber contar para la vida.

La primaria tenía esa misma intención, habida cuenta de que muchas de las niñas dejaban la escuela al terminar el tercer grado y debían salir con habilidades en lectoescritura y aritmética suficientes para emplearse en los trabajos familiares, por ejemplo. Eso significaba una ortografía decente, la capacidad para elaborar atentos recados y el manejo de las operaciones aritméticas elementales con números no negativos (enteros, fracciones y decimales), un conocimiento básico de porcentajes y los elementos de la geometría euclidiana. Eso y el aprendizaje de algunos tipos de bordados y tejidos. Las mañanas se dedicaban a las sesiones de clase sobre todos los temas escolares. Las tardes se empleaban en el reforzamiento de la lectura, las operaciones aritméticas y las manualidades. En algún momento, un día de la semana, teníamos educación física.

Al terminar los primeros tres años de escuela las habilidades básicas debían haberse desarrollado. Lo que seguía era un tipo de escritura más elaborada que los atentos recados, lecturas más profundas y conocimientos de matemáticas más avanzadas: la proporcionalidad, el interés simple y compuesto, la raíz cuadrada e, incluso, un poquito de geometría esférica, no euclidiana. Las manualidades también tenían una dificultad mayor: deshilado, punto de cruz y bordado en seda.

Lo que hacíamos en la escuela tenía continuidad en lo que hacíamos fuera de ella. Uno iba a comprar medio cuarto de arroz, por ejemplo, y debía saber calcular el costo. O comprar leche por litros, medios litros y hasta cuartos de litro, que se medían con cilindros ad hoc, y saber cuánto iba a pagar. La costura y el bordado necesitaban de saber contar para crear los patrones. El tejido de agujas debía ajustarse según la manera de tejer de cada una, para determinar cuántos puntos y cuántas vueltas hacían un cuadrado de un tamaño determinado, etc. Uno tenía una cuenta de ahorros que pagaba el 4% de interés anual, y sobre lo que ahorrábamos debíamos calcular nuestros haberes al final del ciclo escolar, por ejemplo.

No era la época de libros de texto gratuito y recuerdo poco los que seguramente utilicé en cada ciclo. En cambio recuerdo muy bien el salón de primer año, con pizarrón verde sobre los cuatro muros, hecho de cemento pintado, sobre los que ejercitábamos la mano para desarrollar una escritura decente. Mis maestras, señoritas bien educadas, muy motivadas y muy reconocidas socialmente, no solamente se ocupaban de nuestra instrucción sino que compartían también parte de sus experiencias y vivencias y su gusto por la lectura. La escuela se disfrutaba.

La secundaria no fue muy diferente. Los profesores y profesoras eran personalidades que daban clase por el gusto de compartir. No eran solamente clases en el sentido tradicional. Buscaban los materiales y las experiencias que nos ayudaran a entender el sentido y la aplicación de los que aprendíamos. Compartían sus lecturas, literalmente, regalándonos algunos de los libros que ya habían leído. Algunas de nosotras éramos invitadas a colaborar en la revisión de tareas y trabajos de las más jóvenes, iniciándonos en una especie de tutoreo y colaboración que disfrutábamos. Para la clase de inglés teníamos pen pals –que el profesor había conseguido a través de sus contactos en los Estados Unidos- con quienes manteníamos una correspondencia frecuente. Las manualidades eran corte y confección o cocina. Adicionalmente teníamos clases de pintura, modelado y danza.

Los aprendizajes en este nivel nos permitían ganar algunos pesos: hacer una falda, mecanografiar o traducir textos para los estudiantes de la Normal Superior, explicar algunas cuestiones de aritmética y álgebra a quien lo necesitara, etcétera.

Con todo y ser escuelas para niñas en una ciudad tan pequeña como Tepic, la formación que ofrecían era de muy alta calidad. Me di cuenta al ingresar a la vocacional, en la ciudad de México. No tuve problema alguno para adaptarme a las exigencias de un bachillerato técnico cuyos profesores eran mayoritariamente militares, en un grupo formado por puros chicos y yo. Mi única dificultad, que pude superar rápidamente, fue con el dibujo técnico, del que no tenía ningún antecedente. La escuela básica y mi familia me dieron las bases académicas y el carácter que se necesitaban, la confianza de saber que uno puede aprender lo que se necesite con tantito que se ponga a investigar, y que no hay más obstáculos que los que uno se ponga. Retos hubo muchos, pero tenía las herramientas.

El paso por Voca 3, en el Poli, me dio un diploma de Técnico en Construcción (yo digo que soy albañil titulado), que me ha permitido hacer o solicitar arreglos a mi casa con conocimiento de causa, por ejemplo. Luego siguió la Escuela Superior de Física y Matemáticas que, por supuesto, me dio formación en el uso de los conceptos y teorías de esas ciencias y me inició en los lenguajes de programación y el diseño de algoritmos computacionales. Todo perfectamente aplicable cuando se conocen bien los principios.

Pero por encima de todo, en cada uno de los ciclos escolares se aseguraron de que fuéramos capaces de leer y entender lo que leíamos, de comunicar nuestro pensamiento de manera oral y escrita, de aprender algo más por nuestra cuenta, de saber aplicar lo que aprendíamos. Y nos dieron voz.

Con el paso del tiempo lo que vemos es un desastre en lo que son planes y programas, un atiborramiento de temas que no alcanzan a ser dominados por los alumnos y una desarticulación con la realidad. Alumnos de ingeniería –aun en las escuelas privadas de excelencia, que les dicen- que solamente saben aplicar un formulario a ejercicios de libro de texto; incapaces de utilizar Excel o algún software especializado si no se les dan las instrucciones y se ejemplifica paso a paso cada proceso, y que no pueden recurrir al Manual (Help) porque tampoco saben leer e interpretar uno. Que no pueden plantear, y menos resolver, un problema real porque a) no hay un ejemplo idéntico y b) no conocen la respuesta. Que no tienen voz, que no saben pararse frente a su propio grupo a exponer un trabajo o defender una idea, que prefieren no opinar por miedo a decir algo distinto a lo que dice el resto, que no leen ni sus libros de texto –otro problema es la calidad de estos libros- y que han crecido aprendiendo a obedecer, incapaces de exigir la calidad de lo que compran –incluida su educación.

Por supuesto que la obediencia se gesta desde sus casas y/o desde que ingresan a la escuela. En el mejor de los casos juegan a ser esquizofrénicos, sabiendo que hay que seguir las reglas escolares para no perder el año pero con el conocimiento del funcionamiento de la realidad en todos los sentidos. En la escuela, hacer las cosas como dice el maestro aunque sepan que es un proceso incorrecto, o limitar sus respuestas a lo que se espera de un alumno promedio, aunque sean capaces de elaborar argumentos sólidos y bien estructurados. La mayoría, tristemente, simplemente cree que en la vida hay que proceder como en la escuela. Pasivos, esperando que alguien tome decisiones por ellos, sin salir de una zona de confort cada vez menos confortable, como la de la rana de la historia.

En cuanto aplicar lo que aprenden a la vida real, parece que no es algo que preocupe ni a los padres de familia, los primeros que deberían detectarlo. Hace unos meses asistí a una función de ballet de una escuelita de la ciudad, en el Foro del Lago. Antes de iniciar el espectáculo, la mayor de las dos chiquitas de una familia cerca de mí, pidió dinero para ir a comprar algo. Regresó con lo que se le había antojado y sin el cambio. El papá le explicó cuánto deberían de haberle regresado (la niña era incapaz de “sacar la cuenta”). Y ahí se quedó, porque ninguno de los dos fue a reclamar la diferencia. A la niña le daba pena, y al papá seguramente le dio flojera levantarse. ¿Aprendizajes?

Las historias de dependientes que no saben medir un trozo de tela o listón, o cobrar por una fracción de una mercancía, o teclear un nombre en la caja del súper, etc. se multiplican. Sí, pasaron por la escuela y tienen diplomas que les permiten acceder a un empleo. Aprendieron a repetir lo que decía el libro de texto para aprobar sus exámenes sin entender absolutamente de qué se trataba. Pero no tienen los conocimientos que se requieren para ser adultos funcionales.

En términos del conocimiento matemático, a más tardar al terminar la secundaria –anque debería ser al terminar la primaria- y en lo que se refiere a la aritmética, los alumnos deberían ser capaces de plantearse problemas derivados de sus actividades cotidianas o de responder a problemas y situaciones que surgen de las actividades familares. Una propuesta para detectar y resolver las deficiencias de los alumnos que ingresaban al Bachillerato de la Ibero Tijuana se consigna en el Taller introductorio. Los problemas de la Sesión 5 surgen de actividades reales. Otras actividades tenían que ver con la organización de las compras en el súper, con un presupuesto establecido, de manera de hacer una comida saludable, nutritiva y apetitosa.

A nivel del uso del lenguaje, el chico o la chica debería poder leer instrucciones y llevarlas a cabo correctamente, escribir una nota, leer un recibo de agua o luz y detectar la información esencial. Leer una nota del periódico y comentarla, discutir ideas, narrar una película, etcétera.

Es a través de la puesta a prueba de los conocimientos, que los padres de familia pueden observar los aprendizajes reales y apoyar el desarrollo académico  de sus hijos. Y pueden exigir a la escuela el cumplimiento de las metas establecidas en los programas, en términos de habilidades reales.