viernes. 19.04.2024
El Tiempo

Caros y sin garantía

"En México, en una elección presidencial, gastamos 25 dólares por votante potencial. A los Estados Unidos y Brasil, las siguientes democracias más caras, les cuesta entre 11 y 12 dólares. A Francia, que puede presumir de tener una democracia más desarrollada, le cuesta menos de medio dólar cada votante potencial..."

Caros y sin garantía

A principios de 2010, en plena época electoral, con Propuesta Cívica, recorrimos varias colonias marginadas de León impartiendo talleres para prevenir la compra y coacción del voto. Recuerdo muy bien los que dimos en las Joyas, porque a partir de ahí ya no pude dejar de ir a ese polígono. Hablábamos de los regalos que estaban dando los partidos a manos llenas, cuestionando si eso era o no suficiente para comprar su voto. 

–Pero lo que sea de cada quién –alza la voz una señora– ¡sí están regalando cosas buenas!
–Pues sí, están bien generosos –les replico–, ¿y saben de dónde sale el dinero con el que les compran los regalos?
Silencio...
–¡Pues de nuestros impuestos!, ...de lo que nos quitan cada quincena. –atina a decir otra– y los demás asienten.
–¿Y saben cuánto dinero recibieron este año los partidos...?, échenle, los reto.
–Mm... ¡diez mil pesos!, –se aventura una pequeña con su libreta de tareas en el regazo.
– No… tírenle más alto.
–¡Diez millones!, –afirma un viejo, con cara de yo-sí- sé-de- estas-cosas.
–¡Uh, no! ¡Más alto!
–¡500 millones! –dice un joven, como bromeando, creyendo que está dando una cifra demasiado absurda. Los demás ríen.
–Más de cinco mil millones de pesos– les dejo caer, despacito, como para no lastimar a nadie. 

Se apagan las risas. Hacen cuentas en el aire, tratan de imaginar qué significa esa cifra, para cuánto alcanza, cuánto ocuparía en billetes de veinte o cincuenta pesos, que son los que más corren por sus manos. No, no lo imaginan. ¿500 millones de kilos de tortillas? De todos modos, sepa cuánto sea eso.

En el país hay al menos 40 millones de personas que viven como ellos, incapaces de imaginar esas cantidades de dinero. Muchos de ellos no reunirán en toda su vida un patrimonio mayor a los 500 mil pesos, o al millón, si sumamos su casa de Infonavit y su carcachita. Pero los partidos se han asegurado, con un candado en la Constitución, que su botín no baje. Reciben anualmente 65% de la UMA (la Unidad de Medida y Actualización, que sustituyó a los salarios mínimos como referencia), multiplicado por el número de ciudadanos inscritos en el padrón. Y en tiempo de elecciones, un 50% más. Y, aparte, otro poco si quieren hacer publicaciones o investigaciones. Por eso ellos nunca pierden: en el año 2000 recibieron poco más de tres mil millones. En el 2006, más de 4,170 millones. En el 2010, fecha de la narración de arriba, 5,140 millones. Ahora recibirán cerca de siete mil millones... sólo a nivel federal. Pero, además, antes de la reforma electoral del 2010, la mitad de ese dinero se iba a los medios electrónicos. Ahora no, porque el IFE administra los tiempos oficiales para sus anuncios en radio y televisión. Es líquido para las campañas por tierra, y las gorras, delantales, licuadoras, monederos electrónicos... La fórmula utiliza la cantidad de votos reales sólo para dividir el botín: da una tajada mayor a quien obtuvo más votos. Esto, que parece a simple vista justo, ocasiona que la alternancia se dificulte, porque el que ganó, siempre contará con más recursos para mantenerse en el poder –aparte del uso ilegal de los recursos públicos, las partidas de comunicación social, etc.–, y un partido nuevo o un candidato independiente difícilmente podrán competir. 

Se ha dicho que el financiamiento público a los partidos es indispensable para el funcionamiento de la democracia. Es verdad que en las últimas décadas del Siglo Veinte, cuando el sistema empezó a abrirse a otras alternativas electorales, el financiamiento jugó un papel importante, porque permitió a las fuerzas políticas de oposición competir contra el partido de Estado. Pero el crecimiento del financiamiento ha sido desproporcionado.

En México, en una elección presidencial, gastamos 25 dólares por votante potencial. A los Estados Unidos y Brasil, las siguientes democracias más caras, les cuesta entre 11 y 12 dólares. A Francia, que puede presumir de tener una democracia más desarrollada, le cuesta menos de medio dólar cada votante potencial. No hay relación positiva entre la calidad de la democracia y su costo. Pero el problema no es sólo lo que podríamos comprar con el dinero que se despilfarra, sino en la capacidad de corrupción que ha tenido ese financiamiento en los mismos partidos y en las comunidades más pobres, y al final, en la poca legitimidad que tienen actualmente los institutos políticos. 

En el 2009, a iniciativa de Alianza Cívica, Propuesta Cívica y la Asociación Nacional Ciudadana (ANCA), se lanzó una campaña para pedir a los diputados la reducción de este financiamiento. Entre otras acciones, estas organizaciones enviaron más de 30 mil correos a diputados y senadores. Se logró la adhesión de varios legisladores, pero nada pasó. 

No hay una habilidad más desarrollada en nuestros políticos, que poner a dormir una iniciativa incómoda. El año pasado, el diputado independiente de Jalisco, Pedro Kumamoto, logró que el Congreso de su estado aprobara una ley que reduce el financiamiento de los partidos en más de un 50% [aquí, la liga con el portal #SinVotoNoHayDinero]. El Partido Verde, Morena y Nueva Alianza impugnaron, pretextando que el Congreso de Jalisco se había extralimitado en sus funciones. Esta semana la Suprema Corte de Justicia dio la razón al Congreso jalisciense. La propuesta es simple: que el financiamiento público para el sostenimiento de los partidos se fije, anualmente, multiplicando el número total de votos VÁLIDOS de la elección anterior, por el sesenta y cinco por ciento de la UMA, en lugar de multiplicarlo por el padrón electoral completo, como está en la Constitución. Sin voto no hay dinero, dice Kumamoto. La resolución de la Suprema Corte abre la puerta para que hagamos lo mismo en Guanajuato, y, a la larga, se convierta en una cascada que abarque la mayoría de los estados y, finalmente, lo logremos a nivel federal. Ahora que los partidos empezarán a cortejarnos tiernamente –otra vez– podríamos pedirles, como prueba de su amor, ese anillo de compromiso.