Cuando el robo es normal y las víctimas se vuelven responsables

"Preocupa que empecemos a ver normal lo que no debiera serlo, pero quizá más grave es la traslación que se hace de la culpa del victimario a la víctima..."

Cuando el robo es normal y las víctimas se vuelven responsables

La semana pasada Emilio Álvarez Icaza, ex Secretario Ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, vino a León, como parte de su estrategia para presentar un proyecto llamado “Ahora”, que busca impulsar candidaturas independientes para todos los cargos de elección, y en particular, la suya a la presidencia de la República. Pero la nota principal no fue su propuesta, ni sus posiciones políticas, ni su visión alternativa de país; la nota fue que le dieron un “cristalazo” al vehículo donde su equipo traía las maletas, llevándose, en general, cosas de poco valor monetario, pero algunas con valor estratégico, como las listas de ciudadanos que habían empezado a suscribir el movimiento.

La segunda nota la dio un diputado local al definir como “normal” el ser víctima de una delito de este tipo, y al culpar al propio Emilio de “invitar a los delincuentes” a robarlo, por dejar las maletas dentro del vehículo a la vsita de los malandros. Hay que decir que el vehículo en cuestión –prestado por un amigo, para colmo de males– tenía el medallón de atrás polarizado, por lo que no se podía ver lo que había en el interior. Y añadir también que, tanto Álvarez Icaza como sus compañeros y compañeras, bajaron lo que pudieron de valor para ir a cenar unos tacos sobre el bulevar Mariano Escobedo, dejando en el auto lo que cualquiera hubiera dejado. ¿Quién, cuando va de viaje, baja las maletas y todo lo que trae en el coche para entrar a un restaurante?

Pero más allá de las justificaciones que se puedan dar para haber arriesgado las maletas al abandonarlas en el automóvil, me gustaría detenerme a pensar en la respuesta del diputado, porque termina, sin quererlo, creo yo, justificando a los delincuentes y dando por normal la situación. “A todos nos han dado cristalazos”, significa que lo normal es que suceda. Si entendemos lo normal como lo frecuente, puede ser. Pero si entendemos lo normal como lo que debiera estar apegado a la norma, un robo, aunque suceda muy seguido, debe ser siempre motivo de disgusto y de alarma, y aspiraríamos a que fuera la excepción, como sucede en muchas otras partes del mundo.

Preocupa que empecemos a ver normal lo que no debiera serlo, pero quizá más grave es la traslación que se hace de la culpa del victimario a la víctima. Al dar por bueno el adagio de que “ante el arca abierta hasta el más justo peca” lo que hacemos es disculpar al deshonesto, bajo el supuesto de que todos los seres humanos somos irremediablemente ladrones en potencia, y lo único que nos refrena son los candados y los autos vacíos. Se disminuye la culpa al culpable y se reparte, al menos parcialmente, con el inocente que dejó sin candado el cofre del tesoro. Este tipo de razonamiento nos remite a los absurdos postulados misóginos que culpan a las chicas violadas porque “usan minifalda y provocan a los hombres”, o al de los periodistas que sufren agresiones porque se empeñan en “retar” a la autoridad. Frente a la traslación de la culpa, son ellas las que se tienen que acostumbrar a vestirse diferente si van usar un transporte público, o si van a pasar por ciertos lugares. Porque es “normal” que a las mujeres las manoseen en el transporte y ya han de estar acostumbradas, y si quieren que “las cuidemos”, deben poner de su parte. Lo “normal” es que las mujeres salgan a la calle como quien a la jungla se aventura.

Y así podemos extendernos a otras áreas, en las que nos hemos acostumbrado a que lo normal es lo deshonesto: nos acostumbramos a que lo esperable sea que nos den litros de gasolina de a 900 ml, a tal grado que la oferta y el argumento de venta de algunas gasolineras es que ellos “sí te dan litros de a litro”. ¡La ventaja competitiva es que ellos no te roban! Vemos su publicidad sin escandalizarnos, y si nos roban, la culpa no es de la gasolinera que roba, ni de Profeco que no protege, sino del consumidor que no compara, que no se defiende.

Nos acostumbramos a que lo normal, paradójicamente, sea que las normas no se cumplan: que existan las reglas pero que al final, la discrecionalidad y el amiguismo (flexibilidad, le llamamos) permita que los funcionarios permitan excepciones. Es lo normal, tan es así, que cuando un director se atiene a las reglas o aplica la ley, lo llamamos autoritario. Lo normal es que los que pagan impuestos a tiempo y completos no reciban beneficios, y los que se atrasan reciban siempre, al final, descuentos: “regularízate y te descontamos hasta el 50%”.

Nos acostumbramos, por ejemplo, a entrar al Estado de México con placas de Guanajuato, con los pelos de la espalda erizados, y nos descubrimos todo el tiempo vigilando por los retrovisores la presencia de policías que, sabemos, están buscando el mínimo pretexto para detenernos y asaltarnos. Así es, y planeamos los viajes pensando en cómo evitar a estos “agentes de la ley”. Es lo normal. Como normal es que en la planeación de cualquier viaje de vacaciones, no enlistemos primero los atractivos turísticos sino las cifras de la delincuencia: a Veracruz, Guerrero, Michoacán… mejor no. No por ser menos sus bellezas, sino porque incorporamos a nuestra información turística la nota roja, con toda normalidad. Y si vamos a esos sitios prohibidos y nos pasa algo, será nuestra culpa.

No estoy diciendo con todo esto que los ciudadanos no debamos asumir que estamos en una situación crítica y que por nuestro propio bien, debemos tomar precauciones. Pero, más allá las disquisiciones que nos pueden llevar a explicar las conductas de las personas en sus historias personales y en sus condicionamientos, cuando alguien roba el culpable es el ladrón, y el responsable de atraparlo es el Estado. Cuando alguien viola el culpable es el violador, y el encargado de atraparlo es el Estado. Y cuando la inmensa mayoría de los ciudadanos tienen el dudoso privilegio de poder contar la historia de un hecho delictivo sufrido en carne propia, no podemos acostumbrarnos a ello, y describir ese estado de cosas como “normal”.