Un cuento viejo y una despedida

David Herrerías hace con esta entrega un alto en su ejercicio semanal de reflexión vuelto columna periodística, de una frescura y agudeza crítica tan indispensables en estos tiempos airados. Nuestro es el agradecimiento por sus letras y el optimismo porque pronto le urja el regreso.

Un cuento viejo y una despedida

Facebook me recordó que, hace exactamente cuatro años, contaba este cuento a los que hacen el favor de leerme: Érase una vez, un país de caballos. En el centro de esta nación había un hipódromo, donde corría, prácticamente solo, un viejo alazán. Se había bautizado a sí mismo como “El Tricolor”. Organizaba las carreras por su cuenta y ponía a correr contra él a uno que otro jamelgo, que más que competir, acompañaban el paso
victorioso del rocín. Cada seis años, las multitudes, acarreadas y domadas, aplaudían la siempre previsible victoria. Pero resulta que, con el tiempo, el espectáculo empezó a resultar poco creíble, aburrido. El Tricolor se dio cuenta de que la farsa se sostenía cada vez menos, y poco a poco tuvo que permitir que se abrieran otras cuadras y empezaran a correr, en los carriles paralelos, otros caballos. Bueno, digamos que más que caballos,
potros… o más que potros, ponis. Caballitos entusiastas y dispuestos, pero de poca alzada y pocas carnes. En sus pesebres apenas había pastos secos, mientras que el Tricolor se servía de los alfalfares completos y suculentos del hipódromo. Igual aplaudían los acarreados de siempre al ganador de la desigual carrera, pero en la tribuna se colaban cada vez más críticos mordaces que señalaban las disparidades en la contienda. Para que la justa fuera justa, había que dar de comer parejo a todos; había que hacer crecer a los ponis, a marchas forzadas, para que pudieran competir en igualdad de circunstancias. Se establecieron regulaciones que dotaban a los caballitos contrincantes, de cantidades ingentes de comida, para que hubiera verdadera competencia. La prioridad era hacer crecer a los antagonistas. El Tricolor recibió también su dotación, sin renunciar del todo a sus alfalfares particulares. Y se iniciaron las carreras de a de veras. Fue tal la disposición de pastura para los caballos del hipódromo, que empezaron a comer más y mejor que la mayoría de los caballos del país. Al final había filas para poder contender en las carreras y tener derecho a las verdes ensaladas que servían en esas exclusivas cuadras. Los caballos que habían ganado el derecho a competir, aun los ponis iniciales –que ahora eran robustos percherones–, cerraban la tranquera cuanto podían, o cobraban con favores el derecho de piso en el hipódromo. No sólo alfalfa, sino alimentos cada vez más exquisitos fueron completando la dieta. Las cuadras también cambiaron: la paja del piso fue transformada
en alfombras y mutaron las caballerizas en oficinas lujosas, gimnasios, hidromasajes… Se multiplicaron los equinos y se ampliaron sus edecanes, secretarios, asesores, lacayos y seguros de gastos médicos. “¿Querían competencias parejas?, ¡eso cuestan!”, repetían a los demás caballos del país, que veían, azorados, cómo se servían con la cuchara grande los cínicos corceles. Dije mal al llamarlos corceles, porque al paso del tiempo y con la perversión de la gula, la mayor parte no parecían purasangre, sino obesos equinos –casi vacunos– que apenas corrían, dando un espectáculo lamentable. Al verlos en la pista, la mayor parte del público no sabía a cuál apostarle, porque difícilmente aparecía uno que llenara la pupila, terminando, casi siempre, eligiendo al menos peor. 

Y aquí termina el cuento, aunque parece incompleto, porque en esas estamos. No desde hace cuatro, sino desde hace diez años, que muchos hablábamos de la inmoralidad y el despropósito de ese financiamiento tan grande. Y los partidos sordos, masticando su alfalfita. Tuvo que volver a temblar para que, de improviso, ellos, los mismos que durante lustros defendieron las prerrogativas, descubrieran que, efectivamente, era
vergonzoso el dinero que ellos mismos se habían asignado y vuelto a asignar cada año. 

¡Oh epifanía gloriosa! Ponen el énfasis en el ahorro, y el destino de los recursos para los damnificados, pero no es sólo eso: el financiamiento público excesivo a los partidos los ha corrompido, los ha convertido en un fin en sí mismos, en la forma de vida de una gran cantidad de pencos que no tendrían pastura en ningún otro lado. 

En resumen: el financiamiento a los partidos en México, no nos ha dado mejores partidos. Ni siquiera
ha evitado que muchos de los gordos equinos que se aprovechan del erario con singular alegría, roben, hagan trampas y se alimenten de alfalfas prohibidas. Como nos pasa con los adolescentes: podemos decirlo y repetirlo, hasta que un día, por arte de magia, lo expresan con sus propias palabras, como si a ellos se les hubiera ocurrido y hacen lo impensable. No importa, al final, se sigue derrumbando la estructura de la partidocracia que ha obstruido el camino hacia una verdadera democracia. Ojalá que los mejores políticos, que también habitan los partidos, vayan tomando el mando. 

Y una despedida. 

Al recordar el cuento y revisar en mis archivos, veo que hace casi diez años, empecé a escribir sobre estos temas, no recuerdo desde cuándo en este espacio, que Eslocotidiano me ofreció sin cortapisas de ninguna especie. Hoy mis otras ocupaciones y responsabilidades me obligan a dejar de hacerlo. Agradezco a Leopoldo Navarro. Y especialmente a los lectores, que me distinguieron con su atención, si no semana a semana, al menos de vez en cuando.