¿Una encíclica sobre ecología?

"Es claro que quienes pagarán los principales costos del cambio climático serán los países pobres y al interior de éstos, los habitantes marginados, siendo que las causas antropogénicas del cambio climático están originadas en las formas de consumo de los habitantes más ricos del planeta"

¿Una encíclica sobre ecología?

Cuando hace ya casi dos años se anunció que el sucesor del Papa Benedicto XVI sería un jesuita, y que escogía el nombre de Francisco, surgió inmediatamente la duda sobre si el nombre se debía a Francisco Javier –compañero de Ignacio de Loyola y canonizado junto con él en 1622– o a Francisco de Asís, otro de los grandes santos de la Iglesia Católica, admirado por el mismo Ignacio de Loyola. Muy pronto se despejó la duda y quedó claro que la elección de Bergoglio era la del poverello de Asís.

De haber escogido el nombre de un santo jesuita nuestra curiosidad se hubiera mantenido dormida, pero al escoger a uno de otra marca, las preguntas sobre sus razones surgieron naturalmente a la superficie. San Francisco ha sido identificado, entre otras cosas, por dos características: su pobreza evangélica y su hermanamiento con la creación. Ha sido considerado desde hace siglos patrono de los animales y desde hace un poco menos, de los ecologistas.

El énfasis en la simplicidad de costumbres y la humildad que ha puesto en práctica el nuevo papa, se hizo evidente desde el principio de su misión. Sobre la ecología ha expresado ya algunas frases en las entrevistas de banqueta, a las que es mucho más afecto que sus antecesores:

”¿Qué quiere decir cultivar y custodiar la tierra? ¿Estamos verdaderamente cultivando y custodiando la creación? ¿O bien la estamos explotando y descuidando? [...] Cultivar y custodiar la creación es una indicación de Dios dada no sólo al inicio de la historia, sino a cada uno de nosotros; es parte de su proyecto; quiere decir hacer crecer el mundo con responsabilidad, transformarlo para que sea un jardín, un lugar habitable para todos”. Hace unos días corrió el rumor de que era inminente la publicación de una nueva encíclica sobre el tema. El Director de la Oficina de Prensa del Vaticano, P. Federico Lombardi, confirmó la intención del Papa, pero aclaró que el documento estaba todavía en preparación, y si bien nos va, la podremos leer “antes del verano europeo”.

En el cuerpo de la doctrina social de la Iglesia ha sido muy reciente la expresión clara de la preocupación por el medio ambiente en los términos que lo hacen las sociedades contemporáneas. La postura cristiana frente a los demás seres vivos y la naturaleza ha sido y seguramente seguirá siendo esencialmente antropocéntrica; perspectiva que la aleja teóricamente de posturas ecologistas más radicales, ecocéntricas, anti especistas, etc., pero no impide una visión de protección efectiva y de respeto esencial a la vida. Sin dejar asumir a la persona como centro, Juan Pablo II apunta en la carta Encíclica Sollicitudo Rei Socialis: “Conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado, que es precisamente el cosmos”. Una virtud que tiene la aproximación humanista a los problemas medioambientales puede ser el énfasis en el tema de la justicia ambiental. Un planteamiento cristiano de una ecología humanista no sólo deberá resaltar la necesidad del respeto a la creación y los efectos del deterioro ambiental en las personas –las presentes  y las futuras–, sino la relación estrecha que existe entre deterioro ambiental y desigualdad e injusticia social.

Es bien sabido que la pérdida de la biodiversidad, los riesgos ambientales, la pérdida de recursos naturales, afectan de forma muy diferente a los ricos y a los pobres. Es claro que quienes pagarán los principales costos del cambio climático serán los países pobres y al interior de éstos, los habitantes marginados, siendo que las causas antropogénicas del cambio climático están originadas en las formas de consumo de los habitantes más ricos del planeta.

Y si esto nos suena lejano, podemos traer como ejemplo las políticas respecto a la movilidad que llevamos a cabo en nuestras ciudades. El automóvil es uno de los principales causantes del deterioro de la calidad de vida urbana. Ocasiona la paulatina eliminación de áreas verdes y espacios con otras vocaciones por la incesante necesidad de vías, cada vez más anchas; es un medio esencialmente antidemocrático, porque en la medida en que se populariza entre la población se vuelve más ineficiente: más tráfico, más contaminación, más energía por persona. Por naturaleza, el automóvil es elitista pero recibe el mayor subsidio de las ciudades. Los ultraliberales que se escandalizan de los apoyos públicos al transporte colectivo, pero no del subsidio que recibimos los automovilistas, dado que el mayor presupuesto de las ciudades se dirige a prolongar el reinado de este medio. Pero los males ocasionados por el automóvil sí se socializan: las ciudades pensadas para ellos resultan difíciles de transitar para los ciclistas y peatones; la contaminación del aire la respiran más los que caminan junto al auto que quienes cierran las ventanillas adentro de los mismos; las víctimas fatales de los accidentes son más los peatones y ciclistas que los ocupantes de los autos; el tráfico lo sufren más los que, además de viajar y apiñarse  en el autobús colectivo, deben esperar horas para que pase el siguiente.

El tema merece más espacio, quizás en otro artículo. Pero lo importante es resaltar que la ecología y el medio ambiente no son asuntos que puedan separarse de los problemas de la pobreza, la exclusión y la desigualdad, cuestiones que afortunadamente han estado en la mira de este ya no tan nuevo papa. Esperamos con ansia su encíclica, que deberá ampliar el exiguo espacio dedicado al tema dentro del cuerpo de la doctrina social de la Iglesia.