viernes. 19.04.2024
El Tiempo

La importancia de nombrar

" ... el proceso mediante el que unos cuántos deciden el nombre de las calles, los parques, y las cosas que habitamos y vivimos."

La importancia de nombrar

Aprovechando estos días de descanso fuimos a dar la vuelta a Santa Ana del Conde. Mi hermana historiadora que estaba de visita quería conocer el sitio donde Álvaro Obregón había perdido la mano. Santa Ana es una pequeña población sin mucho más qué ver que los restos dispersos de la hacienda en la que el "héroe" de la Revolución decidió guarecerse y en donde lo alcanzó un proyectil villista que le cercenó la extremidad.

Santa Ana, nos enteramos, cambió oficialmente su nombre por el de Álvaro Obregón en 1980. Algún lugareño se defiende y dice: "No, Obregón es el ejido, pero la comunidad sigue siendo Santa Ana del Conde”. Como sea, me queda la pregunta: ¿Quién y cómo decidió alguien que una comunidad entera debía cambiar su nombre por el tan poco creativo de Álvaro Obregón?

El general revolucionario de marras tuvo en vida, sin duda, algunas virtudes. Pero podría ser utilizado como el prototipo de lo que los políticos postrevolucionarios (y prerevolucionarios también) han sido: un hombre seducido por el poder y que termina sirviéndose de el para sus fines personales. Un modesto agricultor que se mete a la política, quizá movido al principio por nobles intereses, pero que termina haciendo todo lo necesario, incluyendo el asesinato de antiguos correligionarios, para llegar al poder. Su ascenso político corrió paralelo, como sigue ocurriendo, al de su enriquecimiento. Contaban en esa época que pasado el estruendo de la bala que separó su extremidad derecha, entre el humo y la polvareda levantada, se movían los ordenanzas afanosos buscando el brazo, para ver si un galeno milagroso podía componer el estropicio. No daban con él hasta que a un soldado ingenioso se le ocurrió lanzar una moneda al aire. En ese momento la mano del prócer saltó de entre los escombros y la atrapó. Así de grande, dicen, era su deseo de lucro. Lo demás es historia: lo llevaron a Celaya, le hicieron a la mano un mausoleo y el héroe revolucionario se convirtió en el mayor acaparador de garbanzo en Sonora. Obligaba a los demás a venderle y controlaba las exportaciones a los EU. Antes de ser candidato por segunda ocasión cosechaba también grandes extensiones de trigo y algodón y tenía un negocio de combustibles para autos. Sus ideales democráticos que lo llevaron a rebelarse contra Carranza no le alcanzaron para permitir la competencia electoral del general Serrano, a quien mandó asesinar en Huitzilac. Como sea, la historia oficial lo elevó al santoral cívico y tiene bautizadas muchas más calles, parques y ciudades que algunos otros otros participantes en la refriega, mucho más decentes, como Felipe Ángeles, Vasconcelos, Luis Cabrera y muchos más que no alcanzaron la fama por ser quizá demasiado decentes.

Pero lo que me interesa aquí no es escribir una de tantas historias desmitificadoras, sino el proceso mediante el que unos cuántos deciden el nombre de las calles, los parques, y las cosas que habitamos y vivimos. ¿Por qué los habitantes de Santa Ana se deberían resignar a que unos políticos cambiaran el nombre a su población y para colmo, le pusieran el nombre de un personaje de tan dudosa integridad? Existen casos mucho peores, como el de esos presidentes que bautizan a todo con su propio nombre. Miguel Alemán, por ejemplo, tituló probablemente hasta el excusado de su casa con su nombre de pila. Pobre país con tantas cosas con el apelativo de uno de los cacos mayores de la política mexicana. Los partidos usan los nombres de las calles y de las obras como los perros los orines: para marcar su territorio. Apenas conquistan un municipio, bautizan calles y plazas con los nombres de sus próceres. En León, recientemente, una plaza de la ciudadanía fue bautizada como Griselda Álvarez, que tiene sus méritos por haber sido la primera gobernadora, pero de haber sido de un partido distinto al PRI, difícilmente hubiera tenido el honor de bautizar ese espacio público.

Nombrar las cosas tiene también un sentido didáctico: las nombramos con nombres de personajes que queremos que sean referentes para los ciudadanos. Es una catequesis cívica. Si atendemos a los nombres de las avenidas principales en las ciudades mexicanas, podemos aprender que la forma más segura de ser un hombre de provecho es ser político. Si usted quiere ser tocayo de una avenida importante o de un parque, el único camino seguro es el de la grilla. Un premio Nobel quizás le dé para ser eje vial en la Ciudad de México, pero no mucho más. ¿Músico notable? Sólo en algunas callecitas de fraccionamientos dedicados al género, igual que los hay, a veces, de deportistas, literatos o filósofos. En León la avenida principal se llama López Mateos. ¿No sería más importante Octavio Paz, Juan Rulfo, David Alfaro Siqueiros, Rufino Tamayo, Sor Juana Inés? ¿O por qué no Sara Topelson (arquitecta), Julieta Fierro (astrónoma), Maria Elena Caso (bióloga)? ¿Tienen menos mérito cualquiera de los y las anteriores, han contribuido menos a enaltecer el nombre de México que López Mateos? ¿Sería cualquiera de ellas modelos más constructivo para nuestros hijos que el ex gobernador Torres Landa?

Nombrar las cosas públicas tiene un sentido de apropiación. Arriba lo dijimos de forma más soez, refiriéndonos a los partidos. Pero desde una perspectiva democrática, nombrar los espacios en los que transcurre nuestra vida es una forma de participación ciudadana. Es interesante preguntarnos si estamos de acuerdo en los nombres que van recibiendo los espacios públicos y si estamos siendo consultados sobre estas decisiones. A veces nosotros llegamos a vivir en espacios que ya se llamaban así; en otras ocasiones son rebautizados por las autoridades en turno. Lo normal es que en el proceso, los menos consultados son los afectados.

La decisión sobre el cambio de nombre de Santa Ana debió haber sido sometida a la decisión de la comunidad, aunque quizá ellos ya lo hicieron, puesto que ninguno la nombra de otra forma. Si la calle donde usted vive se llama Gladiolos, puede no ser importante cambiar el nombre a Crisantemos. Pero si se llama López Portillo, Niño Verde, Elba Ester Gordillo o Romero Deschamps, yo ya estaría organizando a mis vecinos para cambiarla (es más fácil que mudarse).