martes. 23.04.2024
El Tiempo

¿Libertad sin límites? ¿Seguro?

"Con el deleznable ataque a los caricaturistas franceses del semanario Charlie Hebdó, condenable desde cualquier punto de vista, se han multiplicado los comentarios sobre la libertad de expresión"

¿Libertad sin límites? ¿Seguro?

 

 

 

 

 

 

Entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, entre el amo y el criado, la libertad es lo que oprime, y la ley lo que lo libera

 

 

El epígrafe de este artículo es una frase del cura dominico Henri Dominque Lacordaire (SXIX), citada por Tzvetan Todorov en su libro “Los enemigos íntimos de la democracia”, que tuvo a bien regalarme mi querida hermana María. En este ensayo, el sociólogo búlgaro sostiene que los peligros principales para las democracias liberales modernas no vienen desde afuera –de los fundamentalistas, de los comunistas– sino desde adentro, desde algunas tendencias o vicios de las democracias occidentales contemporáneas.

El ultraliberalismo ha impulsado una concepción de libertad, especialmente de comercio y otras libertades individuales, que se sobrepone a muchos otros derechos. Con el deleznable ataque a los caricaturistas franceses del semanario Charlie Hebdó, condenable desde cualquier punto de vista, se han multiplicado los comentarios sobre la libertad de expresión. Muchos han afirmado que ésta no debe tener límites. Más allá de la emoción y el coraje por el asesinato artero de estos periodistas, ¿en realidad creemos que la libertad de expresión no debe tener límites? ¿Es verdad que en una democracia moderna la libertad es un valor por encima de todos los demás? El pueblo, la libertad y el progreso son elementos constitutivos de la democracia –nos dice Todorov–, pero si uno de ellos rompe su vínculo con los demás y se erige en principio único, se convierte en peligro: en populismo, ultraliberalismo o mesianismo, los enemigos íntimos de la democracia.

A veces hablamos de la libertad como un valor abstracto, pero cuando se habla de la libertad en concreto, en la vida real, surgen algunos problemas. El primero es que en cualquier sociedad desigual, no es lo mismo ser de abajo que ser de arriba. No es igualmente libre el pobre que el rico, el débil que el poderoso. No basta con afirmar la libertad, porque en la práctica, y si no se establecen controles, la libertad no sólo es ficción para muchos, sino que se puede convertir en causa de la opresión. Ejemplos hay de sobra: el derecho a la propiedad privada, a comprar, a vender, a poseer, que es una de las libertades más caras para las democracias liberales, dejada al garete termina concentrando la propiedad en cada vez menos manos, como está sucediendo en el mundo actual. De tal forma que la libertad de unos –los que pueden– de poseer y adquirir cada vez más cosas, tiene como su contraparte a las grandes mayorías que en la práctica no gozan de esa libertad, porque están imposibilitadas para hacerlo.

El segundo problema reside en el conflicto que existe entre la voluntad particular y la voluntad general o el bien común. En una democracia liberal, el respeto a la libertad individual en lo tocante a la vida privada es un bien sagrado. Sin embargo, tampoco los individuos pueden, en el ejercicio de su libertad, poner en riesgo el bienestar general. Esta tensión no siempre es tan clara, porque el asunto no es una frontera física que empiece en la puerta de entrada a mi casa. En León tuvimos un ejemplo recientemente, cuando padres de familia taurófilos se inconformaron por la prohibición municipal para que los menores entren a las corridas de toros. Alegan que ellos como padres tienen la libertad de educar a sus hijos como se les dé la gana. Sin embargo, la colectividad puede establecer límites a esa sacrosanta libertad. Tan es así que los menores tampoco pueden entrar a ver películas para adultos. El argumento detrás de la prohibición está en la convicción de que dichos espectáculos no contribuyen en la formación de ciudadanos sanos, no violentos, etcétera.

En el caso concreto de la libertad de expresión, es claro que cuando se piensa desde los que no tienen el poder, como una herramienta indispensable para evitar el abuso, no queda la menor duda de que debe ser garantizada. ¿Pero qué pasa cuando quienes detentan el poder –no sólo el político, sino también el económico y mediático– lo utilizan como herramienta para destruir? ¿No debemos poner límites a la libertad de expresión, cuando los discursos se usan para promover el racismo o la xenofobia? ¿O cuando se utiliza libremente para destruir la honra y la dignidad de las personas? El asunto no es sencillo, porque las fronteras son muy difusas.

La terna pueblo–libertad–progreso supone que existe un pueblo que en realidad gobierna o que es representado; que se vive en un marco suficiente de libertades individuales; y que existe un progreso en el ámbito personal y económico, para todos, incluyendo a las generaciones futuras. Pero el equilibrio es complejo, y es posible sólo cuando existe un cuarto elemento, que es la legalidad. Si la democracia garantiza que quienes están en el poder son en realidad representantes del pueblo, se puede –debe– discutir cuáles son los confines de la libertad y establecer un marco legal en el que éstos queden claros y existan los mecanismos para someter la libertad individual a la voluntad general, genuinamente construida.

Cada sociedad, en ese proceso de deliberación estrictamente democrático, puede legítimamente definir los límites a la libertad de expresión y a otras libertades. Es obvio que en atención a ese marco legal nadie puede hacerse justicia por su propia mano, de ninguna manera, mucho menos por las armas.  Pero también es verdad que una sociedad se puede preguntar si como comunidad humana desean poner cotas a la libertad, que ayuden a convivir en paz y armonía con otras personas y grupos culturales diversos.