viernes. 19.04.2024
El Tiempo

El que esté libre de culpa...

"Muchas instancias públicas derivan a los menores a las casas hogar o a los anexos, pero les dan migajas o convierten en laberintos burocráticos los procesos para obtener recursos públicos que les ayuden a cumplir esta función, que en estricto derecho, le tocaría al gobierno"

El que esté libre de culpa...

Pocas noticias en los últimos tiempos me han resultado tan difíciles de digerir como el anuncio de la detención de Mamá Rosa y todo lo que salió a la luz sobre su casa. Hay evidencias irrefutables de los excesos y los delitos cometidos ahí y sorprende la defensa que han hecho varios intelectuales, así como hombres y mujeres –antes niños amparados por Mamá Rosa– que siguen agradecidos. Sorprende también la saña con la que gobierno y medios de comunicación se encargaron del asunto. Es un caso complejo. ¿Cómo es que una obra que nació con fines tan nobles deviene en ese “infierno” (como dicen muchos)? ¿Por qué hay visiones tan contradictorias? ¿Por qué el gobierno no hizo nada durante tantos años y decide un día intervenir con tanto despliegue de medios?

Tuve la suerte de colaborar un tiempo corto, a finales de los setenta o principios de los ochenta, con un sacerdote escolapio que en ese entonces era muy famoso: el Padre Chinchachoma. Era un Vasco bragado, con una sorprendente capacidad para pasar de la mayor agresividad verbal –frontal e implacable– a la mayor de las ternuras. Su lado fuerte y arrollador lo conocían los funcionarios públicos ineptos, los policías abusadores, o las señoras bien que buscaban hacer una caridad con los niños de la calle más para acallar su conciencia que por un deseo auténtico de servicio. Su parte tierna la guardaba para los niños de la calle de la Ciudad de México, a los que se dedicó a proteger toda su vida, en una época en la que pocos hacían frente al problema.

Chinchachoma era algo así como un iluminado. Un ser tan extraordinariamente místico como terrenal. Era un volcán en erupción, un tren desbocado que recogía a su paso a los niños que habían sido expulsados a las calles y que atropellaba a los que osaran hacerles daño. Era un hombre radical que estaba dispuesto a quemarse los brazos con cigarros, para mostrar a los niños el daño que las drogas les hacían. El Padre Chinchachoma era como el misterio: seductor e intimidante al mismo tiempo.

Chinchachoma no era un administrador de su obra. No había planeación por objetivos, ni planes quinquenales. Había mucha fe y una entrega incondicional que sumaba voluntades, casi siempre de forma caótica. Yo tenía unos veinte años, y con dos amigos igual de jóvenes, nos había puesto a cargo de una de sus casas: sin solicitudes, sin expedientes, sin capacitación previa, sin ningún control formal más allá de su intuición. En su cabeza confluían todos los hilos de la obra.

Frente al problema de los niños en situación de calle en el México de los años setenta, sólo un carácter como el suyo podía intentar algo radical. El problema con él, como con otros líderes carismáticos, era su incapacidad para institucionalizar la obra. El Chincha, como le decíamos, tuvo la fortuna de contar con colaboradores tenaces y dialogantes, como Gerardo Rubio, Moisés Vidales y otros, que fueron capaces de hacer un equipo que ayudó a darle forma y concierto a ese tsunami bienhechor –a veces informe– que provocaba el padre. Sabemos de muchos casos de niños, hoy hombres crecidos, que salieron adelante y que transformaron su vida gracias a su obra.

De Mamá Rosa se hablaba desde entonces. Algo se decía ya de su proverbial falta de higiene. Pero se le reconocía, igual que al padre Chinchachoma, su esfuerzo por atender a los niños y niñas que nadie quería. Hoy son evidentes las carencias materiales y los errores y delitos cometidos bajo su auspicio. Quiero pensar, sin saberlo a ciencia cierta, que Mamá Rosa empezó como el Chincha, respondiendo con profunda humanidad ante la desgracia mayor que puede vivir una sociedad: el abandono de sus hijos e hijas. Creo que la pura voluntad no basta, y que la ignorancia y quizá el desequilibrio ocasionado por esa tarea inmensa, terminaron por producir el resultado tan acuciosa y morbosamente expuesto por los medios.

Como mujer adulta es, desde luego, responsable por todo lo que pasó al interior de su casa. Pero el problema de fondo no es ella, sino una sociedad y muchos gobiernos que no asumen su responsabilidad frente a las necesidades de los grupos más vulnerables. El Estado “moderno” ha renunciado prácticamente a la atención de estas personas, delegándolo en las asociaciones religiosas y civiles, pero sin apoyarlas efectivamente. Muchas instancias públicas derivan a los menores a las casas hogar o a los anexos, pero les dan migajas o convierten en laberintos burocráticos los procesos para obtener recursos públicos que les ayuden a cumplir esta función, que en estricto derecho, le tocaría al gobierno.

Y la buena sociedad mexicana que se horroriza de las condiciones en las que vivían estos niños y niñas, debiera también saber que en esas condiciones siguen viviendo niños y niñas en todo México, fuera de las casa de adopción, en las calles. Debe saber también que nuestro país tiene menos organizaciones sin fines de lucro que la mayor parte de países con el mismo potencial económico. Que los mexicanos somos solidarios sólo de a ratitos y casi exclusivamente en los desastres naturales. Que nuestro sistema impositivo está diseñado para que las contribuciones vayan a ese Estado que ha renunciado a su labor asistencial y no se desvíe a las organizaciones de la sociedad civil.

Hay muchos albergues, anexos y otros centros caritativos cuya precariedad podría suscitar soluciones judiciales  –y distractivas, diría yo– como la de Zamora, Michoacán. ¿Podría el gobierno acoger a los cientos de miles que habitan esos centros? ¿O habría que repensar mejor el papel que tiene el Estado, que tenemos todos, frente a esa problemática?

Mamá Rosa es culpable, parece ser. Todos tenemos parte de esa culpa. De eso estoy seguro.