Nacionalismo departamentalizado

Nacionalismo departamentalizado

Hace tiempo conocí un juego de mesa que se llama el Juego del Poder. Versión de una especie de ajedrez chino llamado Yang Pi, que un grupo de sociólogos (Roger Bartra et al) adaptó y fundamentó con abundante teoría, para ayudar a entender cómo se construye y se mantiene el poder. Es un juego de estrategia para cuatro jugadores, quienes cuentan con fichas diversas: un dirigente, un militar, un ideólogo, un provocador, un periodista y varios militantes. De lo que se trata es de ocupar el centro del tablero con el dirigente y mantenerse ahí hasta eliminar o maniatar a los oponentes. Los militares y los periodistas pueden matar otras piezas; los primeros directa y ostensiblemente; los segundos por contigüidad y más sutilmente. Una de las reglas que hace interesante y diferente al juego, establece que las piezas muertas no se retiran del tablero. Son los mártires, los héroes. Y aquí es donde entra en acción el ideólogo: él puede mover a los muertos, los puede acomodar a su conveniencia. El agitador mueve a los vivos – los puede llevar a hacer bloqueos, o tomar el zócalo, por ejemplo – pero el ideólogo construye barreras, caminos y bloqueos con los mártires, con los muertos.

El santoral civil sirve en buena medida para eso. Por eso los panistas, apenas llegados al poder se apresuraron a bautizar con nuevos nombres venerables los altares urbanos – las calles, las obras públicas – y en la medida de lo posible salpicaron los rituales con nuevas fórmulas. No bastaba gritar los nombres de Hidalgo, Aldama y Mina, que sonaban demasiado a viejo régimen. Había que rebautizar, dirigir las miradas a su panteón particular.

De eso se quejó la Presidenta de León, y fiel a la ortodoxia, llevó a cabo el ritual el día 15 apegada a los cánones. Hay que decir, me dirán algunos y con razón, que esa liturgia está necesariamente marcada por una tradición de 80 años de gobiernos pri-revolucionarios. Pero los rituales patrios no tienen que ver sólo con su origen, sino con lo que han llegado a significar para la mayoría de los mexicanos. No creo que ningún patriota enfundado en la camiseta verde del tri, que desentona el himno nacional con gesto noble y mirada perdida en la tribuna de enfrente (¡nuestro personaje se encuentra en el mismísimo Estadio Azteca!) sea asaltado por un remordimiento al saber que el himno que ahora canta, lo instituyó el inefable Antonio López de Santa Ana y que la música la compuso un español (de esos que llamamos gachupines en septiembre). El himno, como símbolo, trasciende a su origen.

Y hablando de Santa Ana, y del aciago siglo XIX, que iniciamos con la borrachera de la independencia y terminamos con la cruda de la dictadura porfiriana, recordemos que nuestros primeros 100 años de independientes nos la pasamos peleándonos entre nosotros mismos, a tal grado que sufrimos una intervención española, dos francesas y una norteamericana –que les sirvió a los del norte para quedarse con la mitad de nuestro territorio– mientras nos la pasábamos más preocupados por evitar las balas de nuestros compatriotas.  Así aprendimos a dar nuestros primeros pasos en libertad y parece que no acabamos de aprender del todo qué es eso de construir un país.

Vueltos a los rituales civiles, y si entendemos éstos como actos simbólicos en los que nos representamos como nación, los gritos diversos que damos el 15 nos pintan de cuerpo entero. Asumiendo que vivimos en una democracia, por imperfecta que sea, el grito que da el Presidente de la República, o en su defecto, los mandatarios estatales o cualquier otra autoridad instituida en su territorio, debieran ser los que nos congregaran a todos y a todas. No porque estemos de acuerdo con la autoridad en turno, sino porque nos guste o no, son los que surgieron de un proceso electoral y en esos actos cumplen una función simbólica. NO es Peña Nieto el que da el grito, sino el presidente de México.

Eso lo debemos entender los mexicanos en general, pero lo deben de entender principalmente los políticos, los que dan el grito. Porque se tienen que meter en su cabecita que el papel que desempeñan en ese balcón no es parte de un programa de mexican idol, ni se trata de un acto partidista, ni un mitin de campaña. Están cumpliendo una función litúrgica civil y lo mejor es que se limiten a representarla, so pena de dividir más a los mexicanos en lugar de congregarlos. Por eso la gente abucheó en Chihuahua al presidente municipal que introdujo la frase: “Chihuahua vive, que el cielo bendiga a Chihuahua”; por eso (y por otras cosas) la gente reprobó el acarreo de incondicionales, como si de un mitin se tratara, que hizo Peña Nieto en el Zócalo; por eso (y por muchas otras cosas) muchos no queremos acordarnos de la presidencia de Fox.

Lo mismo pienso de los partidos políticos que organizan sus propios gritos, porque su secta no cree en los rituales que lleva a cabo el dueño del poder en turno. Nacionalismo departamentalizado. Da pena ajena ver gritar a Madero tratando de sanar con sus gritos desafinados las fracturas al interior de su partido. Pena dio también Zambrano, abucheado por los suyos en su grito particular. ¿Será posible que después de 200 años, podamos festejar un día de la independencia en el que dejemos de ver por un instante hacia nuestras diferencias para pensarnos como una sola patria? ¿Será posible que en el corto plazo, podamos hacer de nuestra unión un símbolo y festejemos juntos, sin necesidad de organizar festejos sectarios?

Los héroes no son ya de ningún partido. Si lo son de verdad, forman parte, al fin y al cabo de la historia nuestra, de todos y todas. Y sus vidas –así como toda la liturgia y los rituales civiles– nos sirven para conocernos y re-conocernos como patria, como grupo humano. Si los convertimos en muertos, útiles sólo para conquistar y mantener el poder, los vaciamos y los hacemos odiosos e inútiles. Santitos vestidos de demagogia que alimentan la división y no son capaces de congregarnos, ni siquiera para la fiesta y el aniversario.