jueves. 18.04.2024
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No engorda, sin colesterol... ¡ciudadano!

"Pocos adjetivos han sido más invocados por los candidatos en las campañas que recién terminan, como el de ciudadano. Como si fuera un ingrediente o atributo especial del producto:  ¡sin conservadores, hipoalergénico, orgánico...!"

No engorda, sin colesterol... ¡ciudadano!

Pocos adjetivos han sido más invocados por los candidatos en las campañas que recién terminan, como el de ciudadano. Como si fuera un ingrediente o atributo especial del producto:  ¡sin conservadores, hipoalergénico, orgánico...!

Habría que ver qué entiende cada cual por ser ciudadano cuando lo usa como una condición distintiva. Ciudadano, para los atenienses, por ejemplo, era una persona nacida en Atenas, no esclava, no mujer. Incluso, muchos comerciantes ya nacidos en la ciudad, pero de origen extranjero, no alcanzaban esa categoría. Solo ellos tenían lugar en las asambleas porque eran, además, los que tenían tiempo para dedicarse a los asuntos públicos, mientras sus mujeres se ocupaban de los asuntos domésticos y los esclavos y comerciantes se ocupaban de la producción y el comercio. De tal forma que en la tan cacareada democracia ateniense los ciudadanos se parecían mucho a más a nuestros políticos que a lo que muchas veces llamamos ciudadano en nuestras democracias.

Algunos entienden por ciudadano no haber tenido una responsabilidad pública, entendiendo, generalmente, que esta responsabilidad sea de un nivel alto: alguien que acepta un puesto administrativo en una oficina pública no pierde su virginidad ciudadana, pero, por decir algo, un Secretario de Salud sí la perdió. La poca claridad de la línea divisoria en esta concepción de ciudadano es manifiesta. Por otro lado, es un hecho que para ser candidato, antes se tiene que gozar de la ciudadanía mexicana, por lo que, en definitiva, que un político ostente su ciudadanía como ventaja competitiva pudiera parecer absurdo, ya que todos lo son. 

Pero no nos hagamos bolas, me dirá más de uno: cuando decimos ciudadano queremos decir “no político profesional”. O siendo quizá más específicos: no como esos políticos prototípicos, pertenecientes a los tradicionales partidos mexicanos, enquistados en el poder y que han hecho de la política una lucrativa forma de vida en lugar de un espacio de servicio.

En el fondo –ellos lo saben–,  de lo que estamos cansados es de los viejos partidos, de una forma de hacer política y de un estilo de políticos, que no cambió un ápice con la ruptura del sistema de partido de Estado. Lo saben, porque si usted revisa las plataformas 2015 de los partidos, encontrará que todos hablan de este malestar de la ciudadanía con ellos mismos. Lo más curioso es que en casi todas se habla de ese hartazgo, como si hablaran siempre de los otros partidos.

Nosotros estamos hartos no sólo de los partidos, sino de un sistema electoral que ha creado un monopolio del poder, un monopolio que ni siquiera permite que crezcan opciones nuevas, de partidos o de ciudadanos sin partido. Un monopolio que se fundamenta en muchos mecanismos de control, pero que tiene al menos dos bases fundamentales: el financiamiento y el control sobre el congreso y sus integrantes.

Un financiamiento tan exorbitante e inequitativo, en manos de las mismas cúpulas (¿dije cúpulas o crápulas?) partidistas, les da poder para premiar y castigar, comprar y vender, en definitiva, poder sobre los mismos militantes. Ese dinero está detrás de buena parte de la corrupción de estos tan pomposamente llamados institutos políticos. Corrompe a los militantes porque el motivo para pertenecer tiene cada vez menos qué ver con los ideales y más con la oportunidad de mamar del presupuesto. Corrompe también a las comunidades, a la gente más necesitada, porque les permite basar sus campañas no en las ideas, sino en la compra y manipulación del voto mediante carretadas de dinero.

Un financiamiento que se pensó para alimentar la equidad democrática y su protección de intereses económicos externos, pero que no sirve ni para lo uno ni para lo otro. No frena el dinero que viene de fuera y está legislado de tal forma que los más fuertes siempre recibirán un apoyo tan desigual con respecto a los nuevos, que competir con ellos es casi imposible.

Como si en los debates se decidiera dar los minutos de micrófono de acuerdo a la última votación: a unos 40 minutos, a otros 35 minutos... a los nuevos, 3 minutos cada uno. ¡Hablen rápido! Y los ciudadanos no podemos conocer las alternativas.

El control de los partidos sobre el Legislativo es evidente. Absolutamente todas las votaciones son en bloque, los diputados no voltean a ver ni de reojo a sus electores; no se deben a su distrito sino al dedo de sus dirigentes. Parte de este control está en los diputados de representación proporcional: nadie los eligió, más que su dirigencia. La lista de “pluris” es la entrada segura, el que la palomea es dios. Los plurinominales en la Cámara de Diputados tienen una función de representatividad importante, pero la forma en que se hace la lista es lo que da el poder a las cúpulas del partido: podrían ser electos también en las urnas.

En las plataformas 2015 de los partidos, prácticamente no aparecen reformas ni propuestas que mejoren las cosas o que al menos las piensen poner en la mesa para discutir, salvo contadas excepciones. Yo diría que más que candidatos ciudadanos –o al menos en lo que nos ponemos de acuerdo en qué significa realmente eso– nos vendan propuestas para romper la partidocracia que nos ahoga para que entre aire fresco. (¡Ya hasta la FIFA lo va a tener que hacer!)

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