jueves. 18.04.2024
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A mi no me gusta el Himno

"A mi no me gusta el Himno. Lo tengo que decir en voz baja, porque es uno de esos objetos sagrados de la religión civil"

A mi no me gusta el Himno

A mi no me gusta el Himno. Lo tengo que decir en voz baja, porque es uno de esos objetos sagrados de la religión civil. El nacionalismo mexicano, como todos los nacionalismos, necesita crear una religión terrena, una sustitución de los símbolos y rituales religiosos por otros de carácter civil que puedan encender la devoción de los ciudadanos a la patria. Véase si no, la descripción que hace la Ley sobre el Escudo y la Bandera Nacionales: “Artículo 14.- El saludo civil a la Bandera Nacional se hará en posición de firme, colocando la mano derecha extendida sobre el pecho, con la palma hacia abajo, a la altura del corazón. Los varones saludarán, además con la cabeza descubierta”. Texto digno de un manual litúrgico. A mi no me gusta el Himno, decía, y lo decía en voz baja pero lo pongo con mayúscula, porque es tal la reverencia que le debemos a los símbolos patrios que afirmarlo puede molestar a más de uno.

En un día como hoy, 15 de septiembre, pero de 1854, se tocó por primera vez el Himno Nacional. Es una canción de nuestra pubertad como nación, un poema que nace de los traumas propios de esa turbulenta edad. Para poner en contexto lo aciago de esos días, recordemos que no habíamos cumplido ni 10 años como nación, cuando la madre patria ya había hecho más de un intento de reconquista.  Antes de cumplir veinte años la púber nación había sido ultrajada por el expansionismo norteamericano: nos habían arrebatado Texas, Nuevo México y anexas. Una nación confusa que podía no entender qué tipo de país quería ser, pero se sentía claramente codiciada por extraños enemigos.

Un país hecho bolas tratando infructuosamente de construir una forma de gobierno y una identidad. Si no lo podíamos hacer en el terreno de los hechos, podíamos intentarlo en el campo de lo simbólico. Fue entonces que al benemérito General Santa Anna se le ocurrió la idea de hacer un concurso para encontrar un poema adecuado que, después ser musicalizado, lograra despertar sentimientos de unidad y amor patrio. La historia la conocemos todos: El gobierno convoca a un certamen; el poema lo escribe Bocanegra (dicen las malas lenguas que obligado por su novia) y la música, unos meses después, el músico español Jaime Nunó.

Es claro que los himnos no son hechos por los dioses ni susurrados por arcángeles al oído de poetas y músicos etéreos. Obedecen a circunstancias históricas concretas y son fruto también de las intenciones políticas de una época. Santa quería con este nuestro Himno, crear un sentimiento nacional y al mismo tiempo fortalecer su imagen. No pasó inadvertido esto para los sucesivos gobiernos, que quizá identificando el canto con el régimen que lo había producido, lo dejaron en el olvido. Fue Porfirio Díaz, otro dictador guerrero, quien lo sacó del baúl y lo utilizó nuevamente en ceremonias y actos oficiales. Pero no fue sino hasta 1943, en la época de la dictadura de partido, que se se estableció legalmente como el Himno Nacional. Hay qué decir que el que consigna la Ley como oficial sólo tiene 4 estrofas y coro. El de tiempos de Santa Anna tenía 10 estrofas, varias de ellas con alusiones muy favorables a su imagen de salvador de la patria.

Pero a fin de cuentas no es el origen del Himno, sucintamente descrito líneas arriba, lo que me disgusta. Él no tiene culpa de sus padres y padrinos decimonónicos y dictadores. No me gusta porque es un himno a la guerra, a las armas y a la sangre. Es un himno nacionalista, es decir, que se construye a sí mismo sólo como contraposición al otro, que es, en esencia, un invasor y un enemigo, el famoso “masiosare”. En el siglo XIX éramos una nación puberta, con baja autoestima, vulnerada. A lo más que aspirábamos era a mantener a raya a las naciones imperialistas que querían seguir devorando nuestro territorio. ¿Nos seguimos viendo en ese espejo? ¿Es esa época de la historia nuestra la que nos distingue?

Puede parecer broma, pero… ¿no podríamos pensar otro Himno? No somos los mismos. No me gusta un Himno que es capaz de decir cosas como “Tus campiñas con sangre se rieguen / Sobre sangre se estampe su pie”, como canción aspiracional de un país que lo que busca ansiosamente es salir, de una vez por todas, del armamentismo y la violencia. Armamentismo, por cierto, financiado con gusto por el extraño enemigo del norte. No me gusta un himno que no sea capaz de expresar lo que somos, lo que queremos ser.

¿No podríamos pensar en un himno que hablara de nuestro deseo de vivir en paz con las demás naciones? ¿De construir relaciones de hermandad entre nosotros mismos? O como el himno de Finlandia, que le canta a la belleza de su patria; un himno que simplemente expresara nuestro cariño por México, que lo describiera con su riqueza natural y su cultura. O si de plano no se nos ocurre nada qué decir, podemos tener un himno como el español: sin letra. Una música bella que nos aglutine y nos hermane.

Puede parecer banal, o poco importante. Una cortina de humo para ocultar otras cortinas de humo que ocultan otras cortinas de humo, dirán los conspiracionistas. Pero en tiempos de definición, en estos tiempos en los que seguimos discutiendo sobre el país que queremos ser, podemos llevar la discusión al campo de lo simbólico y tratar de construir un poema, una canción o una pieza musical, que nos hermane. Las herramientas a nuestro alcance para hacer de este empeño un proceso colectivo y democrático, nos dan otra ventaja sobre los organizadores del concurso a mediados del XIX.

Por sagrado que parezca, un Himno no tiene que quedar grabado en piedra como si fueran las tablas de la ley escritas por el “dedo de Dios” y comunicadas por el “Arcángel Divino”. Si todo esto suena en exceso iconoclasta, dejemos vivo el Himno de Santa Anna y llamémosle el “Himno de Guerra” (por si gana Trump) y concursemos ahora un himno nuevo que podremos llamar nuestro “Himno de Paz”.