viernes. 19.04.2024
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Los patrios pendones en las olas de sangre empapad...

Los patrios pendones en las olas de sangre empapad...

“Que, puesto que las guerras nacen  en la mente de los hombres,  es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz.
Constitución de la UNESCO

“Si hubiéramos perdido, se justificaría la violencia”. Lo he escuchado varias veces en estos días. Lo sorprendente de los actos vandálicos y agresiones a personas en los festejos por la sexta corona del León fue que no había argumentos para la violencia: que estábamos festejando; que se supone que estaríamos contentos; que además todos los adherentes de la Fiera compartíamos algo en común, éramos del mismo equipo, hermanados por la camiseta verde. Pero surgió la violencia. Otra vez. Y la pregunta de fondo es: ¿por qué somos tan violentos? ¿Somos más violentos los mexicanos? ¿Está en nuestros genes?

Las visiones más pesimistas del ser humano afirman que somos violentos porque somos una especie que nació desprovista de herramientas naturales para defenderse, por lo que nuestra indefensión innata nos llevó como individuos y como especie a mantener siempre una actitud agresiva y violenta que nos garantizara la seguridad frente a adversarios siempre superiores. Esto ha sido desmentido de muchas formas. Experimentos con otros primates han demostrado que aun existiendo enfrentamientos violentos entre ellos, y con sus limitadas capacidades de expresión, buscan también mecanismos de solución de conflictos y tienen rituales de reconciliación que usan frecuentemente. La ciencia no es neutral y muchas de las teorías que nos quieren hacer ver como irremediablemente violentos abonan a lo que Galtung llama la violencia cultural.

Johan Galtung, noruego multicitado y multilaureado por sus contribuciones a la cultura de la paz, sostiene que la violencia directa –la que se expresa cuando un individuo le clava a otro un punzón porque osó ponerse una camiseta del América– no es más que la punta de un iceberg, el vértice visible de un triángulo que tiene en su base dos formas de violencia que justifican y dan sustento a la primera: la violencia estructural y la violencia cultural. La violencia estructural es la que está contenida en las mismas reglas del juego de una sociedad y que no pueden ser atribuidas fácilmente a individuos concretos: las estructuras económicas que generan millones de excluidos que viven cotidianamente la violencia del hambre, la incertidumbre, la frustración. El tercer vértice es la violencia cultural: la violencia que justifica a las otras dos, las explicaciones, los discursos, los pretextos que forman parte de una cultura y que ayudan a que la violencia directa y estructural no sean tan mal vistas o que se aprueben socialmente.

En México es claro que tenemos estructuras sociales, políticas y económicas que no construyen paz. Un país con divisiones tan escandalosas es una fuente de violencia permanente, de frustración que eclosiona bajo cualquier pretexto. Un marco jurídico tan endeble y un estado de Derecho de ficción y de papel, son como las típicas bodegas de las fábricas clandestinas de cuetes y subidores, polvorines dispuestos al primer chispazo. Y esto no es nuevo: toda nuestra historia está atravesada por la violencia.

Pero tan importante como la violencia estructural es la violencia cultural: somos un pueblo que hace apología de la violencia: justificamos la violencia de género en nuestras canciones rancheras; justificamos la violencia armada en nuestras canciones patrias (¡guerra, guerra! los patrios pendones en las olas de sangre empapad); justificamos la xenofobia y la intolerancia por la forma en que aprendemos nuestra historia. Justificamos el alcoholismo, vemos a los borrachos como niños chistosos y juzgamos con indulgencia casi cualquier acto de violencia de quien esté bajo su influjo: “bueno, es que ya estábamos bien borrachos”. Y se entiende todo.

Las declaraciones de la alcaldesa de León minimizando los daños a la ciudad ya la ciudadanía, y justificándolos por la alegría del triunfo, preocupan por varias razones. Primero, porque la violencia de algunos hinchas verdes no se pude ni se debe justificar con el pretexto de que estábamos eufóricos por el triunfo. Ni aún en caso de una derrota se justificaría la violencia contra nadie. Para contribuir a una cultura de la no violencia se debieran haber dado declaraciones muy claras y reprobatorias de la violencia, más allá de nuestra alegría por el triunfo y del tamaño de los descalabros. Por otro lado, comprueba la norma no escrita en nuestro país, que establece que la violencia ejercida en el anonimato de la masa garantiza la impunidad. Un individuo, solo,  que en un día normal se subiera a la parada de un camión y la destruyera, sería remitido a un juez calificador ipso facto. En la masa no hay bronca, todo es cosa de tener un pretexto.

En tercer lugar, las declaraciones de la alcaldesa borran de un plumazo la perspectiva de las víctimas y el derecho que tienen a la reparación del daño. Puede ser que el porcentaje de aficionados violentos haya sido bajo con relación al total de festejantes, pero si fuera doña Bárbara la que hubiera sido zarandeada en su auto y éste tuviera que ser llevado a al hojalatero por las abolladuras en cofre y techo; si fuera pariente de algunos de los aficionados americanistas agredidos; si tuviera que pagar ella de su aguinaldo los robos al autobús de pasajeros, los vidrios rotos, los daños a la infraestructura urbana... seguramente su saldo no sería tan blanco.

La violencia está instalada en México, mucho antes de las últimas décadas en las que tomó proporciones inauditas: está presente en nuestras estructuras injustas y excluyentes y en nuestra cultura machista. El futbol no es el culpable, desde luego, ni lo vivido durante los festejos se compara con otros eventos verdaderamente macabros. Pero si queremos construir una cultura de paz, tenemos que dar la lucha en todos los frentes.