sábado. 20.04.2024
El Tiempo

La sobriedad merece un artículo

"¿Qué podemos argumentar entonces a favor de la sobriedad en un sistema como el nuestro, que equipara la mesura con la mediocridad?"

La sobriedad merece un artículo

Es probable que más de uno de los posibles lectores de este artículo hayan pasado ya de largo y esté buscando un texto que prometa algo menos ñoño que un columnista hablando del valor de la sobriedad. Admito, frente a los que se quedaron, que en verdad la sobriedad no es un valor que sea fácil de vender ni que esté siquiera en el catálogo básico de valores que manejan las instituciones educativas o los gobiernos. El de Guanajuato, por ejemplo, prefirió escoger entre sus valores predilectos el de la benediciencia, que resulta más cursi que el que ahora defiendo y para efectos prácticos y sociales mucho menos importante. Pero voy a fundamentarlo, si aguanta usted unos párrafos más.

La palabra sobriedad se enfrenta con un problema inicial: se le asocia principalmente a la condición de una persona que no ha ingerido bebidas alcohólicas. Sobriedad y alcoholímetro parecen ir de la mano. Y ciertamente es una de las acepciones de la palabra, pero no es la que me interesa ahora. Sobriedad es la “moderación” o podríamos decir la capacidad de la persona para moderarse, para evitar los excesos que terminan dañándola y dañando a los demás. Es prima de la templanza. Hasta aquí el artículo pudiera seguir pareciendo una editorial de la hojita parroquial, pero eso se debe más al subconsciente del lector, quien siempre que le hablan de excesos, piensa en sexo o en alcohol. La sobriedad es mucho más que eso.

La sobriedad es una forma de vida propia de una persona que ha desarrollado una actitud crítica, que la lleva a preguntarse constantemente: ¿Cuánto ya es demasiado? Especialmente en lo relativo al consumo (y aquí se conecta, desde luego, con el alcohol, pero no sólo eso). El hombre y la mujer que viven la sobriedad se preocupan no sólo por cuánto les falta tener, o cuánto más necesitan comprar, sino cuánto les sobra, con cuánto menos podrían vivir.

La sobriedad es un valor contracultural, porque el neoliberalismo que nos envuelve es la desmesura misma. Vivimos en una época en la que confundimos fácilmente el tener con el ser, como bien lo describía Erich Fromm. Se cree que el derroche y el lujo son signos inequívocos del éxito personal. Los enemigos de la sobriedad son el consumismo, el hedonismo y el individualismo. Lo contrario de la mujer o el hombre sobrios,  es el eternamente niño, con deseos eternamente insatisfechos, que se siente con derecho a todo. Hay qué reconocer, en contraparte, que la falta de sobriedad ha sido también un motor para el crecimiento de la tecnología: el niño quiere ver la tele sin pararse a cambiarle de canal, inventemos el control remoto. Si no hubiéramos dado rienda suelta a nuestros deseos, seguiríamos usando teléfonos negros de baquelita con discos giratorios. ¿Qué podemos argumentar entonces a favor de la sobriedad en un sistema como el nuestro, que equipara la mesura con la mediocridad?

Podemos ver la sobriedad en el ámbito personal y en el institucional. En lo personal, la sobriedad se vincula a nuestra libertad frente a las cosas. Éste es uno de los valores en los que coinciden casi todas las grandes religiones. El desapego, la capacidad para relativizar la necesidad que tengo de las cosas, para ubicarlas claramente por debajo de mi persona y de las demás, la liberación de la tiranía de los deseos. Es más libre, no quien tiene más, sino quien necesita menos para vivir.

Esa libertad y ese desapego tiene, desde luego, efectos sociales muy importantes, como el del medio ambiente. El problema de fondo de la ecología a nivel global tiene qué ver con la incapacidad de los países, especialmente los del llamado primer mundo –y de los sectores primermundistas que viven dentro de los otros mundos– de vivir con sobriedad. La tecnología los hace soñar que como niños mimados, pueden tenerlo todo, sólo se requiere esperar a que los técnicos resuelvan el asunto. Pero no están dispuestos a reducir sus niveles de consumo, de derroche de energía y producción de basura. El desapego tiene también qué ver con la equidad. La persona que vive con sobriedad no tiene la compulsión enfermiza por acumular. Cuando una persona vive con sobriedad, fácilmente tiene excedentes para compartir. Al acumulador compulsivo nada le sobra. Aquí vale aclarar que no es lo mismo el sobrio que el avaro: el sobrio no gasta porque no necesita más, y está dispuesto a dar lo que le sobra; el avaro no gasta, pero para acumular más, porque cree que el ser está en su tesoro. .

La sobriedad también es un valor institucional. Los gobiernos que viven la sobriedad saben que no se debe gastar el dinero público más que en función de las necesidades verdaderas de la población. Es curioso que personas ahorradoras en sus gastos personales, que viajan a hoteles medios, y gastan poco en restaurantes, modifican sus costumbres y viajan a todo lujo y consumen como reyes… cuando va con cargo al erario. La sobriedad como valor institucional debería llevar a los gobernantes a reducir sus consumos en vehículos personales, en celulares, y especialmente en todo eso que llaman relaciones públicas e imagen del gobierno, que generalmente termina siendo la plataforma para su relanzamiento político.

¿Quién en las fiestas infantiles no ha visto a una señora lanzarse con su hijo a la piñata para obtener el botín más grande, aunque le falten manos y recipientes para almacenar lo obtenido? La visión de esas madres que se abren paso a codazos entre los niños son un ejemplo claro de los efectos de la falta de sobriedad en la sociedad. Su actitud agrede a los demás, los despoja y termina dañando la convivencia. Podemos ver a los niños más pequeños, en las piñatas tomar los dulces que necesitan y dejar los demás sin preocuparse.  Vivir en sobriedad, como personas y como sociedades, es adoptar una relación respetuosa, educada, con el medio y con las demás personas, como quien va tomando lo que la vida le da sin aspavientos y permitiendo que los demás tomen lo que les corresponde. La sobriedad no nos inmoviliza ni nos vuelve irresponsables frente a los problemas: ayuda más bien a revisar nuestra jerarquía de necesidades, y a atenderlas de forma colectiva y equitativa la de todos.

Por todo lo anterior, consideramos que el valor de la sobriedad obtiene los merecimientos suficientes y necesarios para dedicarle, al menos, este artículo.