“La venganza nunca es buena, mata el alma y la envenena”

"...El perdón, sin justicia efectiva, se leerá simplemente como impunidad, y ésta, reinicia los círculos de venganza."

“La venganza nunca es buena, mata el alma y la envenena”

La venganza está en el origen de una buena parte de la violencia que vive la humanidad. Se calcula que más del 10% de los crímenes violentos personales tienen su origen en la venganza. Y si lo llevamos a las relaciones internacionales, la señora venganza disfrazada de “represalia” puede apuntarse en su cuenta innumerables atrocidades.

La venganza es un impulso que nos ha acompañado durante toda nuestra evolución y sufre de muy mala fama pública, pero en realidad, somos mucho más condescendientes con ella de lo que quisiéramos admitir: es una de las formas de violencia que encuentran más justificación, sobre todo cuando se asocia a palabras como el honor. Pero algo podemos decir a favor de ella: durante gran parte de la historia, ha tenido también un efecto disuasorio: cuando un país o una persona piensan agredir a otro, la posibilidad de la venganza o la represalia, pueden inhibir la agresión original. En contra de esto se puede afirmar que el poder disuasorio funciona sólo que el agredido pueda ostentar la fuerza suficiente para que la represalia suponga un riesgo. Esa es la justificación del armamentismo. Antes de que el estado detentara “el uso legítimo de la fuerza” la venganza operaba como el mecanismo mediante el cual los violentos pagaban por sus culpas.

Como estrategia de pacificación, sus contras son mayores. En primer lugar, porque la venganza no produce paz interior en quien la comete, como bien lo dice la frase atribuida al Chavo del Ocho y que titula este artículo. Pero especialmente por un fenómeno social llamado la brecha de moralidad. Según éste, las personas siempre juzgamos que el daño ocasionado a nosotros por otros es mayor que el que les ocasionamos a ellos. Esa brecha provoca que la represalia siempre sea más cruenta que la violencia original, lo que inicia siempre una escalada de violencia. Ejemplos sobran: Pearl Harbor/Hiroshima; Torres Gemelas/invasión a Afganistán; etc.

En un estado de derecho, la aplicación oportuna de castigos debe sustituir a la venganza. Las penas se establecen “en frío”, de tal forma que se supera la brecha de moralidad: las sanciones son iguales para todos y se procura una proporcionalidad más allá de los afectos y las fobias. Se busca, además, no solo castigar, sino rehabilitar. No siempre es tarea fácil definir las penas adecuadas, y nuestros remanentes psicológicos más primitivos buscan frecuentemente la venganza y el castigo más cruel posible: pena de muerte, cortar las manos etc.

Lo contrario a la venganza es el perdón. El primer beneficiario del perdón no es el perdonado sino quien perdona. Produce paz interior y liberación, y tiene un efecto real en el proceso de pacificación y en la reconstrucción del tejido social, pues rompe círculos de violencia. Cuesta trabajo perdonar, porque somos mucho más vengadores de lo que queremos reconocer, y porque para perdonar se hace necesario el ejercicio de la empatía, que es difícil de extender más allá de los círculos más cercanos.

Cuando es la sociedad entera la que perdona o amnistía, se han demostrado efectos pacificadores. Pero en los lugares en los que ha funcionado ha sido necesario entender que debe ser parte de un proceso que evite que se viva como un fenómeno más de impunidad. Es decir, habrá que distinguir con precisión milimétrica, quiénes pueden ser amnistiados: sea porque han sido, en cierta forma, víctimas de un sistema de corrupción que los orilló al delito o porque no cometieron crímenes graves. Y, por otro lado, se debe fortalecer un sistema de justicia que permita sancionar efectivamente a quienes causan más dolor a la sociedad. El perdón, sin justicia efectiva, se leerá simplemente como impunidad, y ésta, reinicia los círculos de venganza.