Chispitas de lenguaje • Redactar II • Enrique R. Soriano Valencia

"Todos aprendemos en primera instancia el lenguaje popular"
Chispitas de lenguaje • Redactar II • Enrique R. Soriano Valencia


La semana anterior inicié una serie de comentarios sobre el concepto redactar. En él sostuve que su práctica hace que la mente del redactor se organice. Eso se debe a que su práctica obliga a ordenar jerárquicamente las ideas para exponerlas de forma lógica. Hoy corresponde tratar sobre la riqueza del idioma. Es decir, quien redacta con regularidad también se obliga a ampliar los usos y significados de los vocablos y, con ello, intensifica la comprensión de la realidad.

Hace unos días leí: «La Suprema Corte de Justicia de la Nación falla respecto de…». En el lenguaje popular el verbo fallar significa equivocarse, no acertar. En la terminología jurídica implica decidirse o determinar un litigio.

Todos aprendemos en primera instancia el lenguaje popular. Las circunstancias nos llevan a relacionarnos con un lenguaje más sofisticado propio de un número menor de personas. Por supuesto, si no redactamos es más probable que nos quedemos solo con los usos popularizados, con un lenguaje poco variado y nos perdamos la posibilidad de comprender otros aspectos o visiones de los temas. De ahí que para producir un texto impecable sea necesario conocer todas (o al menos, la mayoría) las posibles interpretaciones de los vocablos para ser adecuadamente interpretado.

Los vocablos suelen tener más de un significado. Por ejemplo, no es extraño escuchar en el catecismo que un ángel anunció (25 de marzo) a María que sería madre. Su respuesta es aceptada por los fieles sin reflexión ni análisis: «Pero no he conocido varón» (hay variación en las traducciones, pero el verbo conocer es el mismo). En la sexta definición de ese verbo, el diccionario dice: «Tener relaciones sexuales el hombre y la mujer». Con ello cobra sentido lo enunciado por catecismo.

Y no solo redactar ayuda a ampliar el significado que asignamos a las palabras, también su combinación. Me refiero a que no tiene el mismo sentido enunciar «hombre pobre» que «pobre hombre». El primero se refiere a un varón con escases de algo; mientras que la segunda construcción representa más una expresión lastimera, de condolencia porque padece algún problema que le conmueve.

Asimismo, redactar con pocas palabras propicia que no expresemos una idea en toda su magnitud o de forma precisa, adecuadamente definida. Según la SEP apenas usamos 250 palabras de forma cotidiana, cuando el diccionario oficial contiene cerca de cien mil. Esta cantidad sin contar las que son altamente especializadas (también parte de nuestro vocabulario, como por ejemplo rinopatía, vocablo usado por los otorrinolaringólogos) o todas las modalidades de la conjugación de verbos (17 tiempos con 8 personas gramaticales: 136 palabras diferentes para cada verbo). Es decir, una enorme pobreza de vocabulario por solo quedarnos con el estilo coloquial.

Por supuesto, en la medida en que el redactor amplía su vocabulario, expande la comprensión de sus diversos significados y comprende la importancia de combinarlos con el mejor cuidado para que no reflejen una idea diferente de la pretendida, en esa proporción será más probable que sea preciso. Pero, curiosamente, con todo ello se provoca un beneficio más: se comprende mejor el tema o la realidad pues se ha reflexionado sobre el tema.

Sobre este último aspecto, muchos grandes pensadores ‒cuando son publicadas sus obras completas, donde incluyen su correspondencia (cartas, correo físico) con otras personas, en ocasiones también especialistas y en otras, no‒ confiesan que al explicar a otro su concepto (al redactar la misiva), llegaron a comprender con mayor profundidad su idea y encontraron nuevas perspectivas.

Por tanto, redactar ‒al obligar a ampliar el léxico‒ ayuda a comprender mejor la realidad. Y eso va más allá del simple conocimiento de sus significados. Lo espero en la siguiente entrega.