viernes. 19.04.2024
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Exclamaciones impropias

"Ha sido decepcionante que la FIFA quisiera multar por el coro de los asistentes mexicanos contra un portero que despeja. Todos los asistentes lo hacen en mayor o menor medida, independiente de la nacionalidad. Simplemente, refleja un deseo natural por que el oponente yerre"

Exclamaciones impropias

En nuestro idioma tenemos exclamaciones de todo tipo. Para reflejar sorpresa (¡oh!), desconcierto (¿eh?), impresión súbita (¡¿qué?!), asombro (¿cómo?), dolor (¡ay!)… Todas ellas, la Gramática las clasifica como interjecciones propias.

Las impropias son voces que originalmente no tenían carácter de exclamación y se usan para ello: ¡vaya! (para denotar sorpresa, con tono de reclamo), ¡toma! (sorpresa con sentido de revancha) o ¡caramba! (asombro).

Sin embargo, los significados o sentidos que damos los hablantes a las palabras, también van de lo inocente a lo ofensivo. Es decir, que las palabras por sí mismas no son injuriosas, insultantes o vejatorias: son los mismos usuarios quienes dotamos a las palabras de ese sentido.

Es suficiente con observar cómo muchos vocablos varían de un lugar a otro. Por ejemplo, la voz ‘culo’ en España es de lo más normal e inocente (con sus variantes: culo del vaso; culín –al último trago de una bebida– o «dar azotes en el culo» al niño que se porta mal). En tanto, en México esa misma palabra tiene una carga soez, es altamente escandaloso que una persona recurra a la palabra a ese vocablo. En Celaya –otro ejemplo– la palabra ‘cajeta’ es el nombre de un dulce de leche de cabra; pero en Argentina, Uruguay y Paraguay, es la forma más vulgar de referirse al sexo femenino. Es decir, los significados varían de lugar a lugar.

También se modifican con el tiempo. Cuando era yo estudiante, si se intentaba ofender a alguien se le llamaba ‘buey’, después derivaría a ‘güey’. Este último vocablo el Diccionario de la Real Academia lo recoge como mexicanismo con el significado de ‘tonto’ (ejemplifica con la típica frase cuando alguien se tropieza: «¡Álzalas!, güey», o sea que levante bien las ‘patas’ –por el género se insinúan esas extremidades–).

Los estadios son lugares catárticos, es decir, centro de reunión donde los asistentes se desfogan. Los romanos lo sabían y por ello construyeron coliseos en todas las ciudades importantes, además del gran negocio que representaban.

Los asistentes, desde entonces, van a descargar todo lo que sus emociones acumulan. El que un espectador grite alguna exclamación impropia a un jugador, al árbitro o al entrenador, no es extraño. Es más, lo contrario sería un caso excepcional (un estadio donde no se gritaran improperios). Eso lo saben todos los que participan en el espectáculo.

La ofensa es, como indica la voz popular, una llamada a misa: quien quiere va y quien no, pues simplemente no la toma en cuenta. Sentirse ofendido es una decisión de quien escucha. Si alguien lo acepta, cae en el juego del emisor; si no la toma en cuenta, ha demostrado mayor capacidad para enfrentar un comentario.

Por ello, ha sido decepcionante que la FIFA quisiera multar por el coro de los asistentes mexicanos contra un portero que despeja. Todos los asistentes lo hacen en mayor o menor medida, independiente de la nacionalidad. Simplemente, refleja un deseo natural por que el oponente yerre. Y solo afectará una jugada, si algún jugador se lo toma en serio. Supongo que más de uno de diferente nacionalidad habrá deseado que un jugador mexicano pegue mal al balón. Entonces, ¿a qué tanto revuelo? Solo somos culpables (aficionados o no) de usar una exclamación impropia para desear, como cualquier aficionado, que el oponente falle. Que la Gramática nos lo reclame, no la FIFA, que solo ha conseguido que también fuera de la cancha se popularice.