Jaime Panqueva
05:46
06/07/19

Un triunfo romano sin vencedor

“Nuestro winner vecino no sólo sabe amenazar con aranceles: posee el mayor arsenal del planeta, y su gusto por celebrar triunfos sin haber peleado, debería preocuparnos mucho más que los costos del muro o de un desfile…”

 

Un triunfo romano sin vencedor

Tras un dificilísimo asedio a la fortaleza de Alesia, Julio César culminó seis años de campañas militares en la Galia con la rendición de Vercingétorix y su ejército. El jefe mismo de los arvenos se entregó como prisionero para que se respetara la vida de los más de 80.000 guerreros que le acompañaban. Corría el mes de octubre del año 52 a.C., poco tiempo tuvo el futuro gobernante de Roma para celebrar, pues las intrigas políticas le obligaron muy pronto a tomar el poder por la fuerza, y a romper armas en un guerra civil contra Pompeyo. Tras la absoluta derrota de este último  y sus seguidores en el año 46, permitió a César regresar vencedor tras campañas en España, Grecia, Asia Menor, Egipto y Túnez. Hasta entonces esperó Vercingétorix para poder ser atado a su carro y realizar cuatro desfiles triunfales entre el 21 de septiembre y 2 de octubre en medio celebraciones que no habían tenido precedentes en sus dimensiones y esplendor. A esta celebración romana se le llamaba triumphus y se inmortalizaría en la estatuaria y arquitectura de la época.

Los Estados Unidos, a pesar de su poderío militar, habían prescindido de realizar demostraciones militares a gran escala desde hace casi tres décadas. La última se realizó muy en concordancia con el estilo romano, tras la victoria en la Guerra del Golfo, en 1991.

Pero Trump estaba de antojo al ver cómo los hombres fuertes del mundo, e incluso los republicanos franceses, sacaban a relucir sus armas en conmemoraciones relativas a la victoria en la segunda guerra u otras ocasiones importantes. Ese vir trumphalis, u hombre de triunfo, a quien Roma atribuía la victoria y dedicaba las ceremonias, pasó en un salto mortal a confundirse con lo que ahora llaman los gringos el “winner”. Y en ese tenor, la megalómana cabeza del gobierno norteamericano no sólo organizó un gran desfile militar el 4 de julio, también un discurso en un lugar emblemático, que no se usaba desde hace casi 70 años. Por entonces, en el Lincoln Memorial, Truman no empleó una pecera blindada, ni erró tanto en las alusiones históricas como Trump, pero quizás tampoco presentía que enfrentaría años después la primera gran amenaza de guerra de la humanidad, donde tuvo la extraordinaria sensatez de decirle no a Mac Arthur y mandarlo al retiro.

Muchos podrán quejarse del dispendio económico que representa el desfile, o sus matices políticos en una reelección que se está disputando desde el momento mismo en que Trump asumió el cargo. Sin embargo, para mí lo más preocupante son las señales agresivas y la inestabilidad del hombre que custodia un botón que puede poner a la humanidad de nuevo en la edad de la cavernas. El tweet de la semana pasada, donde confiesa que se arrepintió 10 minutos antes de ordenar un ataque a Irán, ya era muy preocupante.

Competir en quién desfila mejor y quién dispone de las mejores armas, es un camino a considerar que esas armas pueden oxidarse si no se les usa. Las potencias europeas dieron una buena muestra de ello cuando se embarcaron en la Primera Guerra Mundial, a la que todos fueron pensando que sería un evento deportivo. La paz que ha vivido el mundo durante más de 70 años no tiene precedentes, pero no implica que las cosas continúen de esta manera de forma indefinida. Todo se ha sustentado bajo la premisa de que un enfrentamiento militar a escala nuclear no dejaría un ganador absoluto. Sin duda, todos perderíamos en una forma jamás vista con anterioridad.

Harari comenta en sus 21 lecciones para el siglo XXI que este débil equilibrio puede romperse cuando alguna de las posibles partes en contienda posea (o crea poseer) algún tipo de arma o ventaja que no pueda ser derrotada por sus adversarios. Y muchas veces no se necesita un arma específica, sino una particular sensación de superioridad. La misma que, por ejemplo, empujó a Hitler a invadir Polonia. Ya sabemos qué vino después.

Hace una semana, Rusia se retiró del tratado de armas nucleares de alcance intermedio, mismo que Trump en febrero pasado decidió no seguir cumpliendo, ante la presunta existencia de un nuevo misil ruso que violaba el acuerdo.

Nuestro winner vecino no sólo sabe amenazar con aranceles: posee el mayor arsenal del planeta, y su gusto por celebrar triunfos sin haber peleado, debería preocuparnos mucho más que los costos del muro o de un desfile. Pueden ser los primeros pasos hacia la consolidación de un sentimiento de supremacía que lleve al planeta hacia un punto sin retorno.

 

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