Lenguaje para mirar la vida

Lenguaje para mirar la vida

En esta ocasión abordaré brevemente algo que concierne a los modos de expresar la propia condición, es decir al lenguaje. Cosa y hecho por demás comunes y corrientes; tanto, que regularmente dejamos de mirarlos en la dimensión exacta que les corresponde. Digamos como punto de partida y observación general que todas las personas contamos con un vocabulario muy preciso, ajustado a nuestra historia personal y apropiado para confirmarnos en pertenencia a la familia en la cual nacimos. Esto significa que puertas adentro, con los demás miembros de la familia compartimos una manera de mirar la vida y de actuar en ella.

Ello es así porque compartimos un destino común, obviamente las palabras relativas a ese destino también son para nosotros agua de uso, absolutamente válidas, indispensables y plenamente dotadas de significación. Es un lenguaje que se forma y enriquece diariamente, al experimentar la vivencia familiar.

Y bien, sucede que con ese bagaje lingüístico trasponemos los linderos familiares e incursionamos en el mundo, e intentamos establecer relacionas interpersonales. Como tenemos una manera específica de nombrar las cosas y los hechos, y cada uno lo posee invariablemente, encontramos personas con las que hay afinidad (y esta puede ser expresiva, puede ser de vivencia, puede ser sentimental) y así vamos conformando un grupo o varios grupos a los que también pertenecemos y a través de los cuales se materializa la vida social, se finca un vínculo conyugal, se consuman logros profesionales, y demás cuestiones que dan forma al propio destino.

¿Pero qué porta nuestro lenguaje realmente? Para decirlo en pocas palabras: exhibe cómo nos ha ido en la feria del vivir. Su amplitud o cortedad de miras, su riqueza o pobreza sensorial, su mesura o locuacidad, su tono sonoro y aun su tono enfático, entre tantísimos indicios, no hacen sino referir con precisión extraordinaria qué hemos vivido y cómo lo hemos padecido, qué tenemos permitido nombrar, cuáles secretos debemos guardar, a qué personas o hechos les estamos cobrando una factura, si somos personas de fiar o si desconfiamos de los otros, el modo en que solemos quedarnos donde estamos o la forma en que decimos que sólo estamos de paso con rumbo a estaciones inciertas, si nuestro corazón tiene posibilidad de comprometerse o si hay obligaciones interiores que nos impiden la plenitud, a veces exclamamos que el riesgo es nuestro hábito o que la extrema prudencia rige nuestros días, y así sucesivamente.

En este sentido, no faltará quien pregunte por qué se ha vuelto común y corriente, invisible, una información tan valiosa como la que se emite a cada instante. La respuesta dice que la corriente misma de los días parece aplacar la relevancia de la historia personal al son de que no hay nada más común entre nosotros que vivir. ¿Qué puede ser diferente? Además, no hay una sola persona que esté a salvo del dolor. Digamos, pues, que esto nos une, nos confiere una afinidad natural.

Sin embargo también tenemos que reconocer otro hecho categórico. Con todo y que sean comunes o corrientes, algunos hechos despuntan sobre los otros por la intensidad de su carga, por la urgencia que reclaman en ser atendidos, por el carácter de pendón en medio de la batalla que les hemos asignado. Y esos hechos, convertidos en expresiones habituales, salen a relucir con frecuencia. Son avisos, advertencias, señalamientos, indicios que muchas de las veces uno se niega a escuchar, se resiste a creer, pretende imaginarse otra cosa, o supone que sólo es un juego. Pero no.

Esas expresiones son una realidad sentida, experimentada, postulada como proyecto o como derrotero invariable. Y están esperando a las expresiones complementarias con la cuales ganar una oportunidad de renovarse o de conquistar una solución. Realmente aguardan por la confirmación del destino o por la sugerencia de una esperanza en la que resuene la frase “esto también pasará, esto también pasará”. Lo que decimos, pues, dice de nosotros y de nuestra familia mucho más de lo que suponemos. Es como un brazo extendido cuya mano abierta parece sugerir “¿Quiere alguien compartir este destino?” o bien “¿Quiere alguien tomarme para que comparta su destino?”.