De la hoguera de las vanidades al Código Naranja

De la hoguera de las vanidades al Código Naranja

La intolerancia tiene múltiples caras. Algunas son groseramente violentas y otras, aunque no dejan de serlo, están cubiertas con el dulce manto del heroísmo. Ejemplo del primer caso son los hornos nazis de Auschwitz, donde la intolerancia se vistió de sangre vergonzosa.

Ejemplo de lo segundo sería cuando los mismos nazis se dieron a la tarea de quemar los libros que consideraban “poco alemanes”. El nacionalismo siempre le da un rostro más elegante a la intransigencia.

La quema de libros ha sido un recurso del que los más antiguos devastadores de conciencias han echado mano. Lo hicieron en la antigua China; lo hizo el emperador Dioclesiano en la biblioteca de Alejandría; lo repitió el obispo Atanacio para elegir los evangelios que habrían de conformar el Nuevo Testamento y deshacerse del resto. En la Edad Media, cuando los predicadores conminaban a la quema de objetos superfluos y libros de Boccaccio, le llamaban Hoguera de las Vanidades. Aquí en México, en tiempos de la Conquista, tuvimos a Don Diego de Landa, cura conocido por quemar un montón de códices mayas en 1562, quesque porque: “Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos (...)”.

¿Qué motiva a un quemador de libros a hacerlo, así viva en el siglo XXI? Seguramente el amor. Ese valor sirve para todo. Nos sirve para justificar el dar la vida o el quitarla; ¿por qué no habría de justificar el quemar las ideas con tal de salvar al “mundo”? Quienes queman libros tienen un gran amor a algo o a alguien; el único problema es que se trata de esos amores en donde no cabe nadie más. Al cabo, son amores intolerantes y cómo tales, imponen, dogmatizan, excluyen.

En León, Guanajuato, tuvimos nuestros episodios de quema de libros. Uno de los más connotados fue en el año del Señor de 2009, cuando creíamos que la Santa Inquisición había quedado en el pasado. Olvidamos que gobernaba el PAN. En esos aciagos días se publicó, usted lo recordará, un libro de texto de biología para primero de secundaria.

En él exhibían los órganos reproductores tanto del hombre como de la mujer, se orientaba a los adolescentes sobre diversos métodos anticonceptivos, se abordaba la homosexualidad como una opción sexual válida, y en fin, se trataban varios temas espinosos que entretienen y confrontan siempre a progresistas y conservadores.

Apareció entonces María de Lourdes Cásares Espinoza, quien junto con la entonces regidora panista Hortencia Orozco, tomaron a bien quemar los susodichos libros de biología frente a la presidencia municipal. Fue nuestra triste versión de la Hoguera de las Vanidades. Ahora, Cásares Espinoza ha pasado de activista de la derecha radical, a presidenta ciudadana del programa Código Naranja que impulsa el gobierno de Miguel Márquez. En otras palabras será quien, desde la ciudadanía, vigile el proceder del gobierno en relación a la violencia de género que, dicho sea de paso, se ha exponenciado preocupantemente.

Es derecho de todo ciudadano manifestar libremente sus ideas, pero también es su deber criticarlas con fundamento y sin imposiciones. Me preocupa la designación de María de Lourdes por el perfil que ya he descrito. Pero la suerte está echada. De manera que, como representante de todos los ciudadanos, no me queda más que solicitarle la atención a los siguientes cuatro puntos:

1. No reducir el problema de la violencia contra las mujeres al ámbito doméstico y familiar, lo que significa que en su discurso de distingan señalamientos a la violencia estructural que al día de hoy, no he escuchado de su parte.

2. Reconocimiento sin prejuicios a las múltiples formas de familia que existen en Guanajuato, donde todas las mujeres gozan de la misma dignidad.

3. Vigilar que la capacitación de personal especializado para los asuntos de violencia contra las mujeres, tenga con una perspectiva de género incluyente a todas las ideologías.

4. No quemar aquello que salga de las fronteras de su criterio.