La belleza de la tercera edad

"Las culturas antiguas veneraban la sabiduría del anciano, comparando la cantidad de canas y arrugas con las experiencias vividas y su andar encorvado con las vidas de los seres amados que llevaban a cuestas"

La belleza de la tercera edad

De un tiempo para acá, me he vuelto más consciente de la belleza que guarda la tercera edad. Miro a mi alrededor y encuentro mujeres y hombres ancianos, caminando, sentados, solos o con sus familias y no puedo dejar de admirar esa aura que irradian a su paso. Miro sus manos y su cabello, me detengo en sus ojos y sus sonrisas y me parecen imágenes en un lienzo, una obra maestra que vale la pena atesorar.

Si bien aún cuando de adultos, al tener tíos, abuelos y padres en esta categoría se valora la calidez de sus manos y la ternura y sabiduría que encierran sus palabras, cuando se es niño se tiene la capacidad de apreciar los caminos que surcan su rostro y la historia que cuenta cada pliegue de su piel. Después llega una etapa en la que los estándares sociales determinan nuestra valoración estética y nos volvemos más vulnerables a la exposición de la mercadotecnia que nos convence, insinuante, de que jamás seremos lo suficientemente bellos.

Recuerdo las reuniones familiares con mis abuelas, sus hermanos y todos los miembros mayores de la familia. Las tías Celia y Tota rodeadas de niños, contándonos historias de fantasmas ó anécdotas que habían sucedido en sus tiempos. Mi tío Juan parlando italiano y otras tías más, charlando y tejiendo hermosas colchas o suéteres para alguna sobrina casadera.

Y ahí estábamos los más chicos, admirando a esas personas tan sabias, tan alegres, casi etéreas. Y cada uno pensaba y comentaba “¡Qué hermosa es mi tía, qué bonitos ojos y qué cabello tan blanco!,  ¡Qué linda sonrisa!, ¡Qué guapo e inteligente es mi tío!” No se terminaban los elogios a personas tan importantes en nuestras vidas, nuestras raíces. Nunca pasó por nuestra mente lo encorvado de su espalda o las arrugas de su piel, si bien admirábamos sus imágenes en las fotografías de su juventud, la comparación nunca desmerecía pues la edad les agregaba un brillo especial que los hacía únicos.

Las culturas antiguas veneraban la sabiduría del anciano, comparando la cantidad de canas y arrugas con las experiencias vividas y su andar encorvado con las vidas de los seres amados que llevaban a cuestas. Y es triste pensar cómo el ritmo ajetreado de la vida actual ha relegado el espacio y el tiempo destinado a escucharlos, a atenderlos y aprender de ellos. Familias que simplemente “no tienen tiempo” para atender al abuelo que ya no puede valerse por sí mismo y se ha vuelto frágil, en pocas palabras, de proveedor se convirtió en carga y candidato inmediato a huésped de algún asilo.

Y mientras esto sucede, hombres y mujeres se obsesionan por mantenerse jóvenes, fuertes y atractivos, asistiendo horas a los gimnasios y pasando hambre con dietas rigurosas, pasando la línea de la vida sana a los desórdenes alimenticios y la vigorexia, así como desfilando una y otra vez al quirófano para realizar cambios a través de la cirugía estética. Otras personas comienzan la búsqueda de compañías más jóvenes que inyecten vitalidad a su existencia, intentando mimetizarse con ellos y tal vez hasta sentirse lo suficientemente atractivos para obtener una pareja menor. Parecemos salidos de la historia de “Un mundo feliz” de Huxley, buscando la satisfacción y belleza superficiales, ocultando y eliminando a los que han dejado de pertenecer a los estándares establecidos.

En el otro extremo, aún hay quien intenta mostrarnos la belleza y el atractivo que llegan con la edad y que nos invitan a amar más allá de la imagen externa para encontrar así la belleza eterna. Hay un comercial de una conocida cerveza que exalta las proezas de “el hombre más interesante del mundo” y llama mi atención que no es un galán de película ni un niño bonito de portada de revista o grupo juvenil. No, el hombre al que se refiere tiene el cabello, la barba y el bigote completamente blancos, las arrugas de su rostro enmarcan sus ojos y las mujeres a su lado escuchan extasiadas cada palabra que acentúa con los gestos de sus manos. En su momento me llegó a recordar a mi padre, en las reuniones que me acompañaba sus últimos años, con mis amigos ávidos de sus palabras diciéndome lo afortunada que era de tener a ese hombre tan único y especial en mi vida. Y los cientos de fiestas y reuniones que no comenzaban en serio hasta que llegaba mi madre con la risa más contagiosa y una personalidad tan brillante que acaparaba miradas en cuanto entraba.

Y es verdad, con la edad llega un encanto especial, una fuerza y una calidez que sólo la experiencia en la vida van forjando y que se refleja en los cuerpos de las personas mayores y que hay que valorar y recibir con gracia cuando ésta se vaya presentando. Sea como sea, la belleza física – esa que exalta la industria de la mercadotecnia – finalmente sí acaba, a pesar de los esfuerzos que pongamos en evitarlo, ya sea por la naturaleza o por el exceso de cirugías, el rostro que alguna vez nos devolvió el espejo no regresará más, pero lejos de temerle, podemos hacernos amigos del nuevo reflejo ante nuestros ojos y amarlo por todo lo que es. Los únicos jóvenes y bellos para siempre murieron jóvenes y nosotros tenemos la bendición de continuar nuestras vidas con lo bueno y lo malo y atesorar los momentos que nos van forjando por dentro y por fuera. Si enseñamos a nuestros hijos a valorar esa belleza desde ahora, quizás algún día nuestros nietos digan ¡Qué bonito cabello blanco! ¡Qué linda es mi abuelita o qué guapo mi abuelito!, y con sus manos acaricien nuestra piel arrugada y con sus brazos abracen nuestra espalda encorvada, escuchando las historias de nuestra lejana juventud.