miércoles. 24.04.2024
El Tiempo

Ciudades patrimonio, ¿congeladas?

"Una ciudad patrimonio está sujeta a más regulaciones que otra que sin esa calidad. No sólo debe ser una villa viable en términos urbanísticos, sino también una población cuidadosa de su riqueza arquitectónica, histórica y artística. Guanajuato tiene el agregado de su distribución urbana, caracterizada por el caos y el revoltijo estilístico"

Ciudades patrimonio, ¿congeladas?

Vivo en una ciudad declarada patrimonio cultural de la humanidad desde 1988: Guanajuato. Como a mis convecinos, este hecho me llena de orgullo. Es una ciudad hermosa aunque incómoda, con carencias en servicios y en equipamiento urbano. Habito en ella, y no en la ciudad de León donde trabajo, porque obtengo algo adicional que no dan los espacios urbanos modernizados: calidad de vida en términos de la dimensión humana de la convivencia. Las calles y espacios tienen tamaño humano, son caminables y estrechos, poco propicios para el tráfico vehicular. Y sin embargo, estamos invadidos por 55 mil vehículos en un municipio de 172 mil habitantes y 41 mil viviendas, con 72 mil personas atiborradas en la cañada.

Una ciudad patrimonio está sujeta a más regulaciones que otra que sin esa calidad. No sólo debe ser una villa viable en términos urbanísticos, sino también una población cuidadosa de su riqueza arquitectónica, histórica y artística. Guanajuato tiene el agregado de su distribución urbana, caracterizada por el caos y el revoltijo estilístico. No hay regularidad. Su atractivo parece ser exactamente lo contrario: su amasijo de estilos, épocas y niveles. El rompecabezas que impera sobre la planificación.

La nuestra no es propiamente una “ciudad colonial”, como se le ha querido vender. He escuchado historias disparatadas que quieren ver a esta población como un resabio de tiempos de capa y espada, con españoles nobles que se baten por los amores de blancas damiselas lacónicas, en callejuelas hermosas que rezuman romanticismo. Se cree que fue una ciudad hermosa desde su origen, que acumuló inmuebles y monumentos que la embellecieron. No fue así.

El Guanajuato colonial se parecía más a una “fea fabricota” —en términos de mi fallecido padre, el cronista de la ciudad— que a una villa hermosa y atractiva. En los cerros se acumulaban las instalaciones mineras, prácticas y deslucidas, y en los márgenes del río y sus arroyos las haciendas de beneficio, los zangarros y las miles de casuchas de adobe, sin orden ni concierto. Las pocas construcciones civiles y religiosas de valía que se esparcían aquí y allá, eran islas de primor entre un océano de fealdad. El río era insalubre, venenoso y apestoso. Las calles y callejones no estaban completamente empedrados, y más bien eran arroyos de inmundicia. Los pocos viajeros extranjeros que se aventuraban, se quejaban de la incomodidad del emporio minero.

Guanajuato comenzó a mejorar su aspecto hasta bien andado el siglo XIX. Su calidad de capital del estado ayudó mucho a que los gobiernos invirtieran en obras públicas de calidad y trascendencia. Los particulares también contribuyeron de manera importante. Los grandes proyectos se desplegarían en el porfiriato, y convirtieron a la ciudad en una urbe moderna. Luego, en el siglo XX se desarrollaron ideas que transformaron radicalmente la fisonomía de esta capital, hasta convertirla en un serio atractivo turístico a partir de los años cincuenta. Grandes obras públicas, como el entubamiento del río y la construcción de la calle subterránea Miguel Hidalgo entre 1962 y 1964, transformaron la villa en un destino y referencia obligados para mexicanos y extranjeros. La ciudad se trasmutó; dejó de ser el apiñado conjunto de casuchas de adobe y se tornó en una amalgama de géneros más o menos vigilados por la autoridad municipal, pero que al final fueron algo diferente a su origen.

De tanto en tanto se despierta un debate entre los consagrados “especialistas” locales y foráneos en preservación del patrimonio. Se escuchan voces que claman por el “respeto” a la prístina originalidad de la ciudad. La preservación de lo ancestral, dicen, es lo importante. Se rasgan las vestiduras ante proyectos de intervención y restauración que, afirman, alteran lo original y transforman la esencia del patrimonio. Por ello se oponen a obras como la restauración del parque Florencio Antillón, la del parque Embajadoras, la instalación de obras de arte en la vía pública, la mejora de las vialidades, y otros proyectos de intervención, con el argumento de la preservación, el congelamiento. El propio delegado del INAH contribuyó a este falso debate, demandando que se le reintegre a la ciudad su “originalidad”. Pero, ¿qué es eso?

Los “preservacionistas” no tienen idea de lo que hablan cuando exigen respetar la “originalidad” de la ciudad, y restaurar sus condiciones pretéritas. Guanajuato ha cambiado mucho, para sobrevivir. Las ciudades patrimonio, todas, lo hacen. Pueden constatarlo en Europa, donde esas urbes se mantienen vivas y viables gracias a su convivencia con la modernidad, y su adaptación. No hacerlo las condenaría a su extinción.