El deporte: ¿identidad nacional o negocio?

El deporte: ¿identidad nacional o negocio?

Los deportes en el mundo moderno han dejado de ser lo que fueron durante la antigüedad: una oportunidad para el regocijo, la competencia y la convivencia social. Desde la irrupción del capitalismo, muchas actividades se han mercantilizado y cosificado; es el caso de los llamados deportes “profesionales”, que desde el siglo XIX han experimentado una creciente comercialización y con ello un divorcio radical de su sentido original. Además, el mercado ha impuesto las características de toda mercancía sobre esos juegos: la homogeneización, la generalización y la cotización mercantil. Los deportes profesionales no se practican por el placer de sus participantes, sino por las ganancias que representan para los empresarios que invierten capitales en lo que se ha transformado en una auténtica industria.

En sus orígenes, los juegos y deportes eran ocasión para la confrontación pacífica entre comunidades. Pronto se evidenció que era mucho mejor competir en juegos que combatir en guerras. Nadie salía dañado –al menos no a propósito- y en cambio el deporte permitía canalizar las energías sociales y las rivalidades entre conjuntos, en una arena regulada por reglas y árbitros. Así nacieron, por ejemplo, las olimpiadas clásicas hace dos mil 800 años, en las que competían atletas de todas las ciudades griegas, y contribuían así a impulsar un sentido de identidad de la región helénica, con lo que se pusieron las bases del posterior nacionalismo. Gracias a las olimpiadas, la confederación de ciudades griegas pudo confrontar exitosamente en dos ocasiones al imperio más poderoso del mundo antiguo: los persas.

El deporte organizado es fuente de identidad comunitaria y ocasión para la canalización pacífica de las rivalidades de los conjuntos sociales; es un excelente antídoto contra la violencia, los odios y las guerras. Es mucho mejor usar la fuerza física de manera arbitrada y competir en un estadio, que guerrear y asesinar sin consideraciones al enemigo en un conflicto donde a la larga todos van a salir perdiendo, como lo experimentó el rey Pirro. Así lo vislumbró el barón Pierre de Coubertin cuando revivió las olimpiadas en 1894: el deporte como válvula de escape de las tensiones humanas; pero el deporte de aficionados, no el profesional, que ya se consolidaba en esas épocas.

La profesionalización de los deportes, como ahora lo vemos con el futbol, ha corrompido la función social original que tuvieron en tiempos pretéritos. Hoy lo único que importa son las ganancias de los dueños y patrocinadores de los clubes. El profesionalismo ha llevado a la deformación de la función identitaria del deporte, y los atletas y equipos ya no representan a sus comunidades de origen. Aunque se preserva la vinculación de los clubes –ahora denominados “franquicias” en obvia alusión a su contenido comercial- con localidades específicas, como el equipo León, y su fanaticada responde a esa identidad regional, cada vez es más lejana esa adscripción. Hoy los equipos se conforman con personajes cuyos contratos se cotizan en el “mercado de piernas” –el llamado draft- y que no responden a un compromiso más allá de lo monetario. No existe ya lo que se le denomina “amor a la camiseta”, sino el amor al dinero.

El reciente fracaso de la selección nacional mexicana de futbol, en su incapacidad de lograr su boleto de entrada al campeonato mundial del año próximo, jugando en una zona donde México debería regir con plenitud, debe ser visto como un resultado de la crisis del deporte profesional en nuestro país. Los equipos profesionales, y la propia selección, no representan más a nadie, mucho menos a una nación tan vigorosa como la nuestra. El verdadero futbol, el que sí cumple a cabalidad las funciones que describí más arriba, es el que se practica todos los días en los llanos y las canchas municipales. Ese sí representa a sus comunidades, y ahí se cultivan los mejores deportistas del país: los que juegan por placer, por representar a su gente y por convivir con alegría.

Por otro lado, no debemos ser un país futbolero. Es un exceso que se hayan canalizado las energías sociales hacia un solo deporte, que además se ha corrompido hasta la médula. Hay que voltear a ver el resto de los deportes, en muchos de los cuales los mexicanos somos competitivos: el béisbol –de tan enorme tradición-, el basquetbol –tan prometedor, como lo evidenciaron los Triquis oaxaqueños-, el voleybol –tan espectacular-, el tae kwan do –que tantas medallas nos ha generado-, la equitación –donde éramos potencia mundial-, la gimnasia –un joven mexicano acaba de ganar una medalla de plata muldialista-, los clavados, la natación y multitud de otras disciplinas. Y ese acercamiento debe nacer en las escuelas y las universidades, como sucede en las naciones que son potencias deportivas. No en el deporte dizque profesional.

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