Escenarios • Un teatro entre dos fronteras • Paola Arenas

“…conocer los teatros del país nos sigue dando perspectiva, nos sigue dejando aprender de las posibilidades de nuestro oficio, nos sigue acrecentando la familia...”

Un teatro entre dos fronteras
Un teatro entre dos fronteras
Escenarios • Un teatro entre dos fronteras • Paola Arenas

Recorrer la rumorosa es recorrer de nuevo mi infancia, pensar en ese gigante que juega a apilar rocas para después jugar con sus muñecos llenos de rebabas y carros sobre esta montaña que acaba de crear. Sentir la inmensidad del mundo y la pequeñez que somos como individuos, me hace cuestionarme una vez más: ¿qué demonios hacemos haciendo teatro?

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Con todos esos pensamientos, cruzamos un desierto y el río Colorado, llegamos a una pequeña ciudad que emerge en medio de la nada, una doble frontera que de un lado tiene a la imponente Baja, y del otro, al incómodo vecino que ha erigido un impresionante doble muro de color terracota. Llegamos a San Luis Río Colorado, Sonora, a la sede que sería el punto más complejo de una gira por el norte del país, porque es nueva en todos los sentidos, y ahí estábamos, para inaugurar un festival que habíamos perseguido durante muchos años. 

Bajamos del carro que nos había recogido en Tijuana, agradecidos con Luis, un increíble colaborador del museo regional, y sentimos ese primer golpe de calor que quema el rostro y sacude el cuerpo; la anfitrionía es inmejorable. 

Mi cabeza no deja de dar vueltas con el pensamiento sobre cómo un público no habituado a montajes teatrales va a recibir un monólogo de teatro danza que, además, toca el tema de la muerte, el perdón y la violencia del hombre a través de la historia de unos sicarios; el triste reflejo de nuestra sociedad mexicana.

Jonás nos espera en el lobby a la mañana siguiente, para llevarnos a un centro cultural que es evidentemente habitado por gente con mucha vocación, cada espacio es cuidado y se siente mucha paz de estar en un lugar así de nuevo.

El auditorio se abre enorme ante nuestra mirada. Tiene un aforo de 600 personas y es un gran bodegón, el piso es de cemento recién restaurado; el director del teatro nos ha pedido que seamos los primeros en pisar esa pintura nueva, cábala para la energía teatrera, y así lo hemos hecho, con toda la intención de que sea un lugar que se llene de magia cada noche.

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No hay parrilla ni tramoya. Cuelgan las piernas y bambalinas de unos tensores de cable fijos a la pared; nos han improvisado un ciclorama de tela blanca cosido con alfileres, y otras piernas en mamparas rígidas para aforar un poco el inmenso escenario al que nos enfrentamos. Justo en proscenio (el frente del escenario) cuelga una truss con algo de equipo convencional (halógeno, de ese incandescente que ya casi no vemos) y a los lados, otras torres con equipo LED. Todo esto denota el gran esfuerzo que esta sede hace para que ocurra este festival; no podíamos defraudarlos. 

Así, me enfrentaba a mi diseño de iluminación más complejo en un espacio que estaba intentando entender, con dos consolas manuales que operar (una para lo convencional y otra para lo LED) más el audio, que necesita de una precisión brutal para funcionar correctamente.

 ¿Por qué insisto en complicarme la vida con cada diseño? 

Tengo la fortuna de poder reaccionar rápido y adaptarme fácil a estas circunstancias. Tomo un par de decisiones, ajusto, quito y pongo cosas en mi cabeza como un gran rompecabezas, y empezamos a trabajar. 

Descubrí durante el día, por voz del equipo técnico del espacio, que ese lugar era la casa de una persona muy acaudalada, que esa enorme habitación era una cancha de basquetbol donde traían a entrenar al equipo de Arizona, que donde ahora es un salón de danza era una alberca semiolímpica, y que donde dan pequeños recitales de las clases de música, fungía como karaoke para las fiestas del dueño, donde aún se conserva la barra. Los espacios recuperados me fascinan por la sensación del pasado y la imperante necesidad del hombre encontrando maneras de subsistir, hasta en medio de un desierto. 

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La acústica del lugar es buena, la luz logra hacer su magia, pero lo que me llevo en el recuerdo es a su gente. Es la primera vez que cuando llego a un espacio llevo ya ganado el respeto de los técnicos, donde no necesito demostrar mi conocimiento, ni le han preguntado a mi compañero por cuestiones técnicas. Se dirigen todo el tiempo a mí, no voltean a verlo esperando una confirmación. Soy, por primera vez, un técnico más. Esa sensación de equidad, que parece tan simple, es una guerra ganada, un paso más hacia la utopía de algunas que decidimos poner nuestro trabajo en un lugar donde nos han dicho mil veces que no nos correspondía. 

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Llega la hora. Cuarenta y cinco minutos antes el público empieza a aparecer en el vestíbulo, ansioso por vivir esta experiencia, nueva porque la pandemia no había dejado que sucedieran muchas cosas en este espacio, nueva porque las instituciones estatales habían decidido no voltear hasta la frontera, como bien lo dijo en la inauguración la directora del Instituto Estatal de Cultura sonorense. 

Me convierto en pulpo durante la función, tirando cues de luces y audio durante una hora y diez minutos, expectante de la reacción de 250 personas que nos regalan su tiempo y su corazón, que en el obscuro final nos dejan escuchar un caluroso aplauso y ver grandes sonrisas al desalojar el espacio. Me deja una sensación de tranquilidad saber que podemos contar estas historias sin miedo, que podemos dejar que nuestro oficio siga viviendo en la memoria de cualquier persona que se atreva a entrar a una sala obscura para compartir con nosotros la locura que vive en nuestra mente. 

El desierto saca las memorias más profundas en mí, como la Laguna sagrada recrea esas memorias en nuestro montaje. Espero que estos esfuerzos de festivales, giras, coproducciones, sigan existiendo, que no desapare,zcan con cada recorte presupuestal, porque estoy convencida que son necesarios para el desarrollo cultural de nuestro país, y que esto abona al desarrollo social que tanto necesitamos. 

Al final de nuestra rápida parada por Sonora regresamos a Tijuana para seguir con la aventura de nueve funciones por el norte del país en el circuito de Teatro a una sola voz, festival de monólogos. Agradecidos con el recibimiento de Manuel Ballesteros, un bailarín que está en la Secretaria de Cultura del Estado, haciendo que los milagros sucedan, aferrándose al sueño del intérprete y entendiendo ahora la labor de escritorio; agradecidos con la Secretaria de Cultura de San Luis Río Colorado, que apostó por tener ese festival en la ciudad a pesar de todos los retos y adversidades, demostrando que se puede descentralizar la cultura, que todo ciudadano tiene derecho a ser parte de las actividades impulsadas por las instituciones federales, pero operadas por cada estado y cada ciudad que han aceptado subirse al barco. 

En el trayecto sigo pensando en cómo cada espacio forja su personalidad, cómo entre teatreros nos comunicamos, nos advertimos, nos recomendamos. Normalmente entre quienes nos dedicamos a la parte técnica, nos contamos sobre el equipo que tiene, sobre el que sirve, sobre la acústica del lugar, sobre las varas pero, sobre todo, sobre los técnicos que ahí trabajan. Es común advertir sobre los que tienen malas mañas o sobre los que son un prodigio de la eficacia o la rapidez, además, claro está, de las mejores cantinas y la mejor comida. Los intérpretes hablarán sobre el piso, los desahogos y los camerinos, espacios que muchas veces yo ni siquiera conozco. Al final, conocer los teatros del país nos sigue dando perspectiva, nos sigue dejando aprender de las posibilidades de nuestro oficio, nos sigue acrecentando la familia.