Di que me perdonas

Di que me perdonas

Dice un refrán que “la zorra pierde el pelo pero no las mañas”. En el PRI son tan tramposos, que ni ellos saben cómo justificarse ni que excusas dar para las elecciones de este 2018. Todo antes de echar a andar la maquinaria de estado con su guerra sucia. Su última carta será impulsar las candidaturas independientes de Margarita Zavala y Moreno Valle para darle la estocada al Frente Amplio y restarle votos a AMLO en favor de su delfín, José Antonio Meade, que a final de cuentas terminó siendo hijo del dedazo, y quien aunque no sea priista de cepa, significa la continuidad de este sexenio abrumado por los escándalos y la inseguridad.

Les voy a platicar una historia que me acaba de suceder, a guisa del genio y figura:

Entiendo la conciencia moral como el conocimiento de uno mismo, sus alcances, limitaciones y todas las situaciones ambientales que pueden perjudicar o jugar a favor para lograr fines, estableciendo ciertos límites.

Es muy frecuente, sobre todo en la adolescencia, no tener muy claros estos límites, pero en cuanto se va envejeciendo, uno se va convirtiendo en un ser más consciente, a pesar del daño que pudo haber causado la etapa de locura que acompañó a la tormenta androgénica. La personalidad cambia, pero el estigma persiste bajo la premisa “genio y figura hasta la sepultura”, aunque sólo queden como antiguas glorias los recuerdos que no pudieron ser exfoliados de un rincón del corazón.

En el caso del PRI, nunca han podido “exfoliar” la corrupción, ni jamás podrán superar la narcopolítica que privó en este sexenio, enarbolada por personajes nefandos, así como los escándalos de conflictos de interés. 

En mi caso particular, mi juventud transcurrió algo más precoz y alocada que la de otros: fui cadete, filósofo, músico, bailarín, tahúr, poeta itinerante y, sobre todo, un excelente amante. Pero un día amanecí tapiado de la orina y caí en la cuenta de que ya hasta las muelas del juicio había perdido. Entonces formé una familia, inicié un patrimonio y decidí sentar cabeza.

Hace algunos meses, en la última época de lluvias, los tapices del coche se humedecieron por una gotera que entró desde el quemacocos. Mi mujer andaba de viaje en el extranjero, de esos paseos tan largos que la primera recomendación de cualquier señora es «te portas bien. Cuidado con andar de Don Juan en mi ausencia». 

Y yo, como devoto marido, seguí a pie juntillas la recomendación.

La humedad del coche pronto se convirtió en un olor nauseabundo, hasta que resolví dejar abierta una ceja de las 4 ventanas cada que descendía del auto, para que se aireara.

Un mes después, cuando fui a recoger a mi esposa al aeropuerto luego de su viaje, lo primero que dijo al subiese al carro fue: «esta carcacha huele a mujer de la calle».

Tal vez ya me había acostumbrado al aroma de la humedad, por eso no percibía nada, pero le expliqué del siniestro del quemacocos, y pareció quedar convencida.

Kilómetros adelante, mi pequeño de tres años, con una credencial en la mano dijo: «Mira mami, ¿quién es esta señora?», mientras blandía una Green Card norteamericana.

Sentí cierta masa viscosa y blanda ocuparme la garganta cuando hurgó la parte de atrás del automóvil y sacó un bolso con pertenencias femeninas: maquillaje, una billetera con fotos y hasta unas bragas limpias bien dobladas.

Sé que un caballero debe tener mala memoria, pero en realidad no recordaba la identidad de quien aparecía en los retratos. Traté de hacer un escaneo rápido de los últimos 30 días. Había llevado a dos o tres compañeras del trabajo a su casa, mas no correspondían sus caras con ese rostro trigueño y sonriente que salía en las impresiones y en el micro chip de un celular también hallado dentro de la bolsa. Era una muchacha guapa, con muy buenas redondeces, difícil de confundir. 

Pero la conciencia es una hija de perra que juzga el hecho por actos anteriores reiterados y no de modo objetivo, lo cual lo hace a uno sujeto de delito. Los juicios previos establecen principios difíciles de romper. Así fue como yo mismo dudé de mí.

Era imposible esgrimir alguna razón convincente ante los hechos, aun cuando estaba casi seguro de mi inocencia. Lo único que se me ocurrió decir fue: «amor, es que así con ropa no la puedo reconocer. Te lo juro, no recuerdo quién es. ¿No traerá una fotito encuerada?».

Se me escapó una de esas remembranzas que mencioné y que llevo encerradas en el corazón sin que nadie las pueda echar de ahí. Para poder contrarrestar la tensión del momento, rematé ante una mirada furiosa: «Y vaya que para mí el olfato es el sentido más nostálgico; pude haberte pedido prestada la braga que encontraste en el bolso, para olisquearla como un sabueso y entonces sí, seguro te diría el lugar y la hora, pero me pareció bastante soez». 

Aunque no existen frases buenas ni malas, como en realidad tampoco existen el bien y el mal, porque se carece de un principio ético objetivo para cualquier época y circunstancia, quizás el juego de palabras no había engranado del todo bien para construir una estructura coherente en una situación limítrofe. Hubiese sido más factible usar el lenguaje como “función referencial”, para trasmitir un mensaje sin que en él apareciera alguna opinión personal. Hubo algo que definitivamente no me gustó de la excusa que di. 

Dos semanas, después mi esposa entró a la habitación con una sonrisa tímida en su bello rostro, que miré más pálido que de costumbre:

«Gordo, todo se aclaró. El bolso lo habían hurtado de un automóvil al cual le quebraron el cristal. Era de una muchacha de Texas, quien vino de vacaciones y no podía regresarse porque no tenía su tarjeta de residencia. Había levantado la denuncia y avisado en los medios de comunicación que lo que le interesaba era su Green Card. Me confirmó que nunca se han visto. Seguramente cuando dejaste el carro oreándose con los cristales abiertos, los ladrones sacaron los dólares de la billetera y lanzaron dentro el resto, para no ser pillados por la policía con la evidencia. Me siento tan arrepentida de haber dudado de ti. ¡Anda, di que me perdonas!».

No entendí muy bien la explicación que me dio, pero asentí como muestra de aprobación. Yo sólo quería descansar. Recién despertaba del largo coma inducido luego de que un objeto contundente golpeó mi cabeza y necesitaron drenarme la sangre del cerebro. Dicen los médicos que dejaré de babear, y los pronósticos más alentadores del neurocirujano, que hasta me lograré sentar.

Lo malo es que en el 2018 no estaré en condiciones de votar por “el menos pior” para evitar que el PRI engañe de nueva cuenta al pueblo de México. Un partido cuyos valores de Justicia Social emanados de la Revolución quedaron hace mucho tiempo atrás, más  relegados que los viejos amores que llevó atesorados en un rincón de mi corazón. 

Todos los partidos tienen los mismos vicios: la corrupción, el cohecho, los conflictos de interés, pero en mi cabeza retumban tres palabras que diferencian al PRI del resto: CRÍMENES DE ESTADO. Y México tiene la obligación de llevarlos en su memoria colectiva. Tal vez muchos de los males que nos aquejan como país ni siquiera sean directamente responsabilidad de ellos, sino del mal agüero y la fatalidad, pero tienen tan mala reputación que por más que se intenten cambiar de piel, ni ellos mismos se la creen.