jueves. 18.04.2024
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Guía del viajero

"Nada más lo oí como pujaba y les suplicaba: ¡ay ay ay panitas!, échenle gelcito al tubo que se atora y no resbala'. Lo demás ya no lo quise escuchar; me tapé los oídos con los dedos índices mientras comenzaban a sudarme las manos y a temblarme las piernas, a sabiendas que seguía yo...."

Guía del viajero

A principios del 2013 fui con un compadre a la República del Ecuador, por invitación de un buen amigo lejano que se casaba. Otro camarada mexicano de mi compadre, residente en Quito (y a quien yo no conocía), aprovechó nuestro viaje y le pidió que le lleváramos de México mole poblano, salsas y harina de maíz para tortillas.

Mi compadre se encargó de la compra, de los boletos y los preparativos del viaje por COPA AIRLINES, que hacía escala en Panamá y Bogotá.

Ecuador estaba a pocos días de estrenar el nuevo aeropuerto “Mariscal Sucre” y arribamos a la antigua terminal que se encontraba en medio de la ciudad, al borde de un barranco. Desde antes de aterrizar ya se veía que estaba por ser desmantelada la estación aérea.

Mi compadre pasó la aduana sin problemas y se adelantó por sus pertenencias; a mí me entretuvieron de manera sospechosa. Luego me apartaron del resto de la fila.

Cuando me llevaban vi un letrero que decía “Guía del viajero: nunca llevé encargos de gente desconocida. Es importante que reporte si transporta regalos a otra persona de su país”.

La sangre se me heló.

—Usted viene de México e hizo escala en Colombia ¿verdad? —cuestionó uno de los agentes aduanales mientras revisaban mi maleta prenda por prenda, con la pasta para mole que amasaban admirados sin imaginarse para qué era.

—Sí, pero mi amigo compró los boletos—le espeté sobresaltado, en tanto lo observaba a través de una pantalla salir del andén con su maleta Samsonite de rueditas—, ¡es aquel del Panamá hat y la petaca roja!

No terminé de decirles, cuando a través de la misma pantalla vi que dos agentes tomaban de los sobacos a mi compadre, quien aguardaba fresco y sonriente como sandía, a que yo saliera de migración, y se lo traían de cantarito hasta donde estábamos. Mi compadre es alto, pero cada policía medía por lo menos dos metros.

Ya cuando estuvimos juntos abrieron su equipaje, sacaron la harina y preguntaron que de quién de los dos era la valija. Yo lo volteé a ver mientras él sudaba y se abanicaba con su sombrero panameño. Acto seguido nos preguntaron que quién había adquirido los boletos, y sin decir nada, señalé discretamente con el dedo pulgar a mi compadre.

Como dije líneas arriba, estaban por cerrar el viejo aeropuerto de Quito y ya tenían desmantelado el body scanner. Desde hacía una semana lo estaban trasladando a la nueva terminal, y se servían de un tubo con cámara para revisar el interior de las cavidades en los sospechosos de transportar droga.

—Les vamos a realizar una colonoscopia—. Dijeron, olisqueando la harina de maíz.

Se llevaron a mi compadre a un cuartito con pantallas y cerraron la puerta.

Nada más lo oí como pujaba y les suplicaba: “¡ay ay ay panitas!, échenle gelcito al tubo que se atora y no resbala”. Lo demás ya no lo quise escuchar; me tapé los oídos con los dedos índices mientras comenzaban a sudarme las manos y a temblarme las piernas, a sabiendas que seguía yo. Pareció pasar una eternidad antes de volver a abrirse la puerta.

—Está limpio el primer viajero. Las salsas, la harina, y la mezcolanza de color rojo también—, dijo el agente a su jefe luego de un rato, asomando la cabeza desde el cuartito de las pantallas que expelía un olor nauseabundo—. ¿Continuamos con el protocolo?

—No —le contestó el superior jerárquico de migración—, ya déjalos ir. Ofréceles una guía del viajero para que sepan lo que no deben hacer ni transportar al salir de su país.

Me sentí como judas al traicionar a su maestro y camarada, pero me habían intimidado tanto aquellos policías que no quise vivir yo solo esa mala experiencia. Además, había sido su idea llevarle a su amigo artículos que a mí me parecieron inútiles, y ya luego me di cuenta, hasta sospechosos, ya que muchos pasantes de drogas utilizan esa técnica para engañar a sus víctimas. Por fortuna no fue el caso.

Cuando lo vi salir del cuarto oscuro sobándose el trasero y caminando como Chencha: apretadito, con dos pasos pa’ delante y otros tantos para atrás, le pregunté: —¿compadre, te lastimaron?

Una mentada de madre me llevé por respuesta.

Estuvo algunas horas molesto conmigo, pero ya luego se le pasó el resentimiento.

—Después de todo, no fue tan malo— me confesó en cuanto dejaron de dolerle las almorranas y pudo sentarse en una donita de gel.

No supe si porque en realidad no le encontraron nada, o porque ya había pasado a formar parte del club de los “machos calados”, pero aguanté la risa con malsano regocijo por no haber estado en su lugar.

Sigo siendo un trotamundos, pero desde entonces, cada que viajo soy cauteloso en todo lo que llevo, y como moraleja, les recomiendo jamás subirse a un avión con encargos de desconocidos o amigos de ocasión.