viernes. 19.04.2024
El Tiempo

La flauta mágica

“…en cuanto me enteré de la puesta en escena de La Flauta Mágica en Morelia, no perdí la oportunidad y me presenté al Teatro Morelos con mis dos hijas…”

La flauta mágica

Si me preguntan cómo terminé siendo médico, no sabría contestar, mucho menos qué hago dirigiendo un hospital público. Solo sé que tengo muchos hijos y comen que da miedo. Quizá sea eso. Pero si mi padre no me hubiese llevado de niño a todos los conciertos y óperas que pusieron en escena durante los ochentas en el estado de Veracruz y sus alrededores (principalmente Xalapa, que desde siempre ha sido una ciudad cultural), seguro hoy sería sicario o político para poder mantener el tren de vida de mi numerosa familia. No obstante la buena cultura, sobre todo si se inculca desde niño, cambia al ser humano. 
Así que desde pequeño, cuando escuchaba Largo al Factótum, no podía evitar pensar en Tom y Jerry, o cuando oía La Polonesa de Chopin recordaba un capítulo del Pájaro Loco, o la Quinta Sinfonía de Beethoven con la Pantera Rosa, y ni se diga la Danza de las Horas donde bailaban avestruces, hipopótamos, elefantes y cocodrilos en Fantasía de Disney. Esas escenas me llevaron muy joven al Conservatorio de las Rosas, donde anduve perdido un buen rato hasta que entendí que el mundo funciona de otra manera y me fui a la facultad de Letras. ¿Cómo terminé en medicina? Sería muy largo de contar, pero jamás perdí el amor a la música y los libros, por eso en cuanto me enteré de la puesta en escena de La Flauta Mágica en Morelia, no perdí la oportunidad y me presenté al Teatro Morelos con mis dos hijas.
Antes de entrar de lleno en materia, voy a platicar el caso de un amigo pseudoliterato, que se pasó la vida pensando que era escritor.
Si los libros de autoayuda son excretables, el suyo era un emético más potente que la ipapecuana.
Por mucho que se esforzó, su producto final terminó por ser una serie de palabras sueltas y trazos garabateados para “según él” alcanzar la felicidad. Pero lo acompañábamos a sus presentaciones por el vino y los bocadillos gratis luego de la tortura de escucharlo durante dos horas.
Nunca le dijeron que sus textos eran realmente malos, sino todo lo contrario, le cobraban por críticas favorables en las editoriales donde le vendieron el sueño de ser el próximo Og Mandino a un precio muy alto.
Se volvió alcohólico, marihuano, hippioso y toda la parafernalia que “supuestamente” debe acompañar a un escritor, pero sin serlo. Eso sí, su vida acabó en tragedia: loco y hundido en la miseria, como la de Allan Poe. Los pocos libros que vendió se los compramos sus amigos para echarle la mano al final, y terminaron como cuñas bajo la pata de alguna mesa coja.
Su caso me recordó una película francesa llamada Madame Marguerite, en la cual la protagonista padecía una especie de trastorno dismórfico y pretendía, a pesar de su horrenda voz, ser cantante de ópera, y como era muy rica y muchos vivían de sus aportaciones, la mantenían engañada con que sus arias eran las mejores del mundo. La farsa duró hasta que la grabaron en un disco y la hicieron oír su voz del lado del espectador.
Es por eso que a pesar de los costos, desde entonces prefiero hacer mis críticas lo más objetivas posibles en todos los aspectos, lo que, obvio, me ha traído más enemigos que amigos, y en más de una ocasión he tenido que salir por piernas cuando me reconocen entre el público.
Entrando en materia con “La Flauta Mágica”, desde que accedí al Teatro Morelos y vi el foso vacío, tuve un grave presentimiento: no habría siquiera una orquesta de cámara para interpretar la obertura, la cual estaba grabada en una sinfonola que sonaba como la de mi abuelita. Por fortuna, luego de tan desalentador inicio, un piano acompañó la ópera y le ayudó la buena acústica del teatro. 
El vestuario fue desafortunado, pero no más que el escenario consistente, en tres mamparas de doble vista. A pesar de todo, el pajarero Papageno tenía buena voz y una gracia que coincidía con el personaje de Mozart. En realidad, cualquier crítica que pueda hacer del personaje —salvo el vestuario— es a favor.
No así del príncipe: por más que el piano —que tocaba Sarastro en ratos— intentaba alcanzarlo, no lo logró. En vez de canto, Tamino emitía unos sonidos parecidos a los de un niño al que le están poniendo un supositorio para la fiebre. El tenor resultó una mezcla de Juanga con Julián Álvarez. Abismal la diferencia entre Monostatos y Tamino, quien quedó apocado por la potente voz de un personaje secundario.
Otro aspecto digno de mejorar fueron los tonos bajos de Sarastro, que simplemente no se dieron. Lo que le faltó de potencia le sobró de desangelada a su aria, con el cólico ureteral que al parecer tenía. Les hablé de la buena acústica del teatro, ¿verdad? Pues ni por esa razón logré oír al sabio masón, que yo creo que esa mañana no se tomó su café ni se echó su mañanero, porque andaba muy desganado. Cada vez que cantaba se escuchaban ronquidos. 
La Reina de la Noche sorprendió en su primera aria, salvo dos notas desafinadas que me estrujaron el ombligo. Entiendo que estaba fría. No obstante, en su segunda aparición para Der Hölle Rache kocht in meinem Herzen fueron tan impecables los saltos en fa de dos octavas, que me arrancaron las lágrimas. Como dijo Julia Roberts en Mujer Bonita, “casi me meo”. El piano, la falta de orquesta y el escenario cucho valieron madres. No recuerdo el nombre de la soprano, pero a ella si le debo mis respetos, ya que la segunda aria de la Reina de la Noche (el tema de una película de Barbie, según me dijeron mis hijas), a la mitad del singspiel carga con el peso de la obra, y fue magnánima, con el sentimiento de venganza de una mujer diabólica que intenta trasmitir la ira a su hija, puñal en mano. 
Luego de la emoción con La Reina de la Noche, comencé a hacer tolerancia al aburrimiento que me ocasionó Pamina, quien no tenía tan malos acordes, pero el personaje en sí y su vestuario no me cuajaron.
El dúo de Papageno y Papagena tiene como tributo el compromiso casi al cierre en esta ópera, y también cumplieron con el quehacer de divertir y revertir un poco el aburrimiento de los ritos masónicos, la parte más tediosa de la obra, ya de por sí, y luego más con esta mezcla de Sarastro-Margarité, que fue como aventarme el Álgebra de Baldor en una sentada.
De no haber sido por Monostatos, Papageno, Papagena, La Reina de la Noche, pero sobre todo, la grata compañía de las dos señoritas más bellas del universo, hubiese pedido la devolución de mis entradas. Sin embargo, al realizar el balance final, y ayudado por el voto de “mis bendiciones”, el singspiel de Mozart, una de las óperas más representadas y con mayores adaptaciones de la historia, puesta en escena por aquella pequeña compañía independiente del vecino estado de Michoacán, cumplió a medias. Recomiendo ir a verla, pero no gastar los quinientos por persona de la luneta, sino desde gayola a mitad de precio.