La música

“…en la actualidad es difícil interesar a los jóvenes con actividades distintas al internet o la televisión, y si a los dilemas que plantea la era digital en la plasticidad cerebral de los niños, agregamos el marasmo gubernamental, el futuro no es prometedor…”

 


Cuando chico, allá por los ochentas, las fricciones entre el partido Solidaridad de Polonia y el gobierno comunista de aquel país, ocasionaron el éxodo de muchos de sus habitantes. Algunos de ellos recibieron asilo político en el Puerto de Veracruz, y en agradecimiento —una gran parte eran músicos profesionales—, decidieron fundar una orquesta infantil en las instalaciones de una vieja escuela primaria.

Serían pocos los niños que aceptarían y decidieron hacer una audición para seleccionar únicamente a quienes tuviesen “mejor oído”.

En aquel entonces yo era una especie de niño savant: con un desempeño mediocre en la escuela, muy malo para los deportes e incapacitado para las operaciones matemáticas simples (discalculia), pero con un talento innato para casi cualquier disciplina artística. No dudaron de diagnosticarme con “oído musical absoluto” y recibirme entre los 30 alumnos menores de 10 años que formarían parte de la filarmónica, para lo cual nos prepararían de manera profesional durante 5 años. Eso fue lo bueno. Lo malo es que aunque senté mis bases musicales, no alcancé a debutar porque por azares del destino me cambié de residencia 600 kilómetros, al centro del país, donde continué los estudios con otro gran maestro de mi nueva ciudad. Su diagnóstico fue el mismo y con la promesa de que llegaría lejos, adelanté mucho más de lo que cualquier otro chico de mi edad podría haberlo hecho dentro de sus límites, que para mí no existían. Pero la vida le tiene a uno preparados distintos caminos y le pone obstáculos. Mi trampa fue el sexo opuesto: desde que me enamoré por primera vez —también precozmente, por cierto—, fui abandonando cada vez más la música. Tampoco ayudaron los estigmas sociales, que perciben el arte más como un hobbie “fifí” y no como un todo, como una profesión seria, como una necesidad del ser humano. Mucho menos influyó de modo positivo el sistema educativo que se empeña en formar ingenieros, médicos, abogados o contadores, y no toma con seriedad a un niño cuando decide ser director de orquesta, o poeta,  o artista plástico.

Las expectativas no eran prometedoras ni lo siguen siendo para los artistas en México. Baste ver el recorte de 523 millones de pesos al presupuesto del rubro de cultura, en el primer año del gobierno en el que tantas esperanzas tenían puestas los creadores.

Mi columna vino a colación cuando leí que el Conservatorio de Celaya está a punto de cerrar luego de más de 20 años de funcionamiento por falta de apoyo federal, estatal y municipal, lo que representaría una verdadera tragedia para la música, en un estado que ha dado compositores e intérpretes de las tallas de Juventino Rosas, Jorge Negrete, José Alfredo Jiménez o Pedro Vargas.

Si a los chicos se les enriquece el espíritu desde pequeños y se les mantiene ocupados reproduciendo cosas bellas, será más difícil que los reclute el hampa, porque le encontrarán el significado a la vida. El ladrón no nace ladrón; se crea en una sociedad sin educación. Pero el resultado del abandono al arte y la cultura lo estamos mirando todos los días en una sociedad sin valores, que termina en detonar tragedias como la de Tlahuelilpan, y en la insensibilidad de otros mexicanos, haciendo carnaval de una desgracia de la que seguro hubiesen sido víctimas de haber estado cerca.

De entrada, en la actualidad es difícil interesar a los jóvenes con actividades distintas al internet o la televisión, y si a los dilemas que plantea la era digital en la plasticidad cerebral de los niños, agregamos el marasmo gubernamental, el futuro no es prometedor.

En mi caso, me olvidé desde los 13 años del piano, por estar más atento al color de los calzones que traían las chicas (era el entretenimiento más morboso de mi generación sin internet ni @challenge), y no fue hasta los 19 cuando intenté retomar la carrera que había iniciado desde los 7 años, pero fue penoso darme cuenta que la joven promesa de oído absoluto ya se había perdido. Había retrocedido a un nivel ordinario. A quienes su capacidad interpretativa les había puesto límites, habían superado estas barreras gracias a la dedicación, a miles de horas de ensayo, y así aprendí que solo hay algo más celoso que el amor, y eso es la música. Decidí olvidarme de mi gran pasión: con el pecho oprimido metí las partituras de mis composiciones a la caja de resonancia del piano y lo lancé en un arranque de ira al fondo de un barranco de la carretera a Mil Cumbres. Sufrí una crisis existencial que me hizo sentir como el farero de una isla desierta y lejana, perdido en el tráfico de la gran ciudad. Cuando me repuse, en un golpe de timón cambié de derrotero.

Hace unos meses, decidí recuperar mi piano, y adquirí el viejo Petrof de un amigo, quien lo heredó de una hermana fallecida hacía más de un año, tiempo desde el que lo cargaba en su pickup. Me lo dejó a precio de ganga, ya que deseaba deshacerse a toda costa de él.

Lo restauré, lo afiné y aun así no lo he vuelto a tocar, pero ahora mi hijo menor, a los 4 años ya logra interpretar pequeñas obras de Mozart y Haydn, antes de siquiera aprender a leer.

Por si las dudas, el nuevo instrumento lo dejé enclavijado al piso de la sala, para que nadie lo pueda mover de ahí. No sea que el pequeño cometa las mismas estupideces de su padre cuando se enferme por vez primera de amor, o cuando desorientado confunda el dinero con la felicidad y el inconfesable placer que da la creatividad; o, cuando se dé cuenta de que las autoridades políticas de TODOS los partidos, en su incalculable estulticia, menosprecian a los artistas a un grado de considerarlos inútiles, por no querer entender que la cultura por sí sola puede reconstruir al “pueblo bueno y sabio” del discurso.

Le debo trasmitir a mi hijo algo que aunque nadie me enseñó, lo he aprendido solo: el poder lo tiene alguien a quien le toca el turno de ordenar, de mandar, de recortar, de embolsarse el dinero (como sucedió en los tres sexenios pasados) o de quitarle la plata al que trabaja para regalársela a los haraganes (como parece ser que sucederá ahora). Pero la dignidad la tiene quien pese a todo resiste y sigue adelante con sus sueños. No debe esperar nada de nadie, ni del tiempo mismo, mucho menos de la demagogia, ya que para cualquier tipo y sistema de gobierno, es estrictamente necesario que prevalezca el espectáculo vacuo como efectivo medio de control, y no el que requiere cierta dosis de razonamiento como la ciencia (ya hablaré también de lo que ocurrió en CONACyT), la filosofía o el arte, las mayores expresiones del Homo sapiens.