Una lágrima en la mejilla del tiempo

“Luego, a finales de enero, sus calles rectas quedan otra vez vacías, habitadas sólo por ancianos, mujeres embarazadas y los que no tuvieron para pagar al “coyote” que los pasará de vuelta a su trabajo…”

Una lágrima en la mejilla del tiempo

Hace días discutía por celos con mi mujer, quien encontró prendas femeninas en el auto que al parecer llegaron ahí por arte de magia. Para tratar de contentarla, la llevé a un lugar único en Acámbaro, que se localiza a 20 minutos del centro de la cabecera municipal y cuya construcción es singular, no sólo en el estado de Guanajuato, sino en el resto del país. Se trata de la iglesia que se ubica en la comunidad de Las Cruces.

Habíamos leído de ella en un artículo publicado por un amigo, el maestro Onofre Lujano, quien lo tituló “El Taj Mahal de Acámbaro”, lo cual despertó nuestra curiosidad. ¿Cómo estando tan cerca, desconocíamos su existencia?

Para llegar a Las Cruces, tomamos un camino que inicia al atravesar el pueblo de Chupícuaro Nuevo, rumbo a la Sierra de los Agustinos. Esa misma carretera pavimentada lleva al Maguey, a Gaytán y a La Chicharronera, ya en la cornisa de los cerros, desde donde se alcanzan a divisar los valles abajeños hasta Salvatierra.

Llevábamos diez minutos de haber salido de Chupícuaro, cuando vimos a lontananza el alcázar de 5 cúpulas áureas, dorándose en el atardecer del Bajío, justo al pie de la serranía coronada de nieve, bajo un cielo surcado por arreboles rojo cornerina que daba la impresión de ser una pintura persa, de esas que se colgaban cuando niño, en las paredes de las casas de los ricos. Al tomar la desviación y enfilar hacia Las Cruces, pudimos admirar la majestuosa estructura de cantera en forma de mezquita, con cinco domos dorados y cuatro minaretes.

Un anciano, don Juventino Rivera González, de 88 años de edad y de los pocos habitantes del poblado fantasma, nos dio la bienvenida y nos platicó que el templo lleva 10 años en construcción y que los recursos provienen de las donaciones de los migrantes del lugar que trabajan en los Estados Unidos de Norteamérica. Nos explicó también cómo la villa cobra de nuevo vida en las vacaciones de invierno, cuando sus habitantes llegan del “Norte” a pasar la Navidad y el Año Nuevo. Luego, a finales de enero, sus calles rectas quedan otra vez vacías, habitadas sólo por ancianos, mujeres embarazadas y los que no tuvieron para pagar al “coyote” que los pasará de vuelta a su trabajo, de cuya buenaventura dependemos muchos sin siquiera darnos cuenta, mucho menos agradecerlo.

En realidad el edificio está casi concluido; sólo falta terminar el atrio y la verja perimetral.

Estoy seguro de que el Templo de las Cruces, una vez inaugurado, trascenderá el tiempo y entrará en la historia como una de las construcciones más bellas del estado, recordando cada gota de sudor en la frente de nuestros compatriotas, exiliados por la falta de oportunidades y la delincuencia en su México natal, al cual añoran regresar y encontrarlo en mejores condiciones. Debe ser grato, después de años de ausencia, aunque sea en postal, poder admirar una obra que no tienen en cualquier lugar del mundo, justo en el sitio donde uno nació, dejó su niñez, su juventud, los mejores amigos, al primer amor, y a donde jamás se ha dejado de añorar volver, aunque sea en cenizas. Eso hace que valga la pena el esfuerzo, se crea o no en Dios.

Antes de retirarnos debido al frío y una inminente nevada, llegamos al consenso de que no fue descabellado comparar el templo de Las Cruces con el Taj Mahal.

El Taj Mahal original es un mausoleo construido entre 1632 y 1653 a orillas del río Yamuna, por el emperador Shah Jahan. Lo erigió en honor de su esposa favorita, Mumtaz Mahal, muerta de parto, lo cual dejó devastado al sultán, quien no encontró una mejor manera de perpetuar su dolor que con una maravilla de mármol y lapislázuli. Al terminar el monumento arquitectónico, el emperador hizo que a los albañiles se les cortaran las manos para que jamás se viera otra obra igual. 

Shah Jahan fue destronado por uno de sus hijos y confinado en el palacio de Agra, desde cuya ventana pasó el resto de sus días mirando a lontananza el Taj Mahal. A su muerte en 1666, su hijo Aurangzeb lo sepultó por fin en el mausoleo al lado de su esposa favorita.

Es de destacar que Mumtaz Mahal no fue la única mujer del sultán. Además de las esclavas de su harem, Shah Jahan fue tomando otras esposas, primero una princesa persa safávida, Kandahari Begum; luego de la boda con Mumtaz Mahal, se casó con otra noble musulmana, Izz un-Nisa Begum; y finalmente contrajo matrimonio con una princesa rajput.

Después de un rato de replantear lo que acababa de ver, se me vino una picardía a la mente poco antes de retornar a la cabecera municipal.

«¿Ya lo ves mujer?, y tú enojada por los calzones que encontraste en el coche. Se pueden tener  varias amantes al mismo tiempo y querer a tu esposa más que a las otras. La diversidad no afecta el amor verdadero», le dije a mi señora, mientras terminaba de leerle en voz alta la biografía del constructor del Taj Mahal. Había quedado tan embelesada con la iglesia de Las Cruces, que ya hasta se le había olvidado la razón de su berrinche.

No sé por qué lo presiento: no le causó gracia mi socarronería. Hace 15 días salió de casa con sus maletas, y es hora que sigo mirando por la ventana el cielo arrebolado, anhelando que regrese, como la última gota de vino del odre vacío. 

Espero que perdone mis errores para que en este San Valentín yo pueda observar el sol del atardecer en las nubes cándidas de una mirada profunda y clara: mi único templo. El sublime Taj Mahal de este pobre poeta con pretensiones de sultán.