La maldición de la abuela

"Desde entonces cada Año Nuevo me acuerdo de ella: le llevo flores, un jabón maja a su tumba, y cuento esta historia en algún bar antes de sentarme a cenar con la familia"

La maldición de la abuela

Decía Kant que "La propia esencia del ser humano es la libertad, somos libres para entender y organizar el mundo según creemos que corresponde, basándonos en la razón, la conveniencia y la experiencia. Nuestro mayor logro es percatarnos que existe una ley moral universal". Entonces:

¿Cómo se le puede llamar cuando estás a punto de hacer una reverenda tontería que no tiene sustento ontológico, teológico, moral, es más, ni económico, pero que de todos modos sabes que la vas a hacer, pese a los riesgos y no hay marcha atrás? ¿Es acaso intuición, pasión, estupidez, capricho, placer de jugar con el destino? Los actos de las personas están determinados a menudo por inclinaciones inconscientes, esto indica que la mente humana es metafísica, que existe más cielo e infierno que libre albedrío, porque hay algo inexplicable que siempre nos pierde o nos salva como individuos.

Aquel olor floral me traía reminiscencias que al principio no lograba relacionar. Desde que mi novia salió de su casa y abordó el coche supe que todo estaba concretado. Llevaba cortejándola 6 meses pero era un hueso duro de roer. Según ella "era núbil", además, contaba yo ya con diecinueve y ella apenas estaba a días de cumplir los dieciocho y tenía miedo a quedar embarazada la primera vez. Debí esforzarme para tenerla por fin en mi auto, con aquel vestido corto de fular que dejaba poco a la imaginación. El trayecto al hotel parecía interminable, la luna llena se asomó tras el piélago e iluminó sus piernas de alabastro, ella se tapó el rostro avergonzada con un mechón de cabello para que no quedara descubierta su vergüenza. Bajamos por el camino que llevaba a la costera Miguel Alemán, en Veracruz, y que en aquel entonces se le conocía como "El Pulpo", ya bien oscurecido; el estío de mayo daba una sensación de modorra con el calor a casi cuarenta grados, por la surada que soplaba. Cuando comenzó a lamer las escolleras del puerto el faro de la Isla de Sacrificios, nosotros nos metimos al hotel posterior, a dar tres vueltas a la manzana para verificar que nadie nos viera.

“Una suite con terraza al mar”, pedí por la bocina al botones que jamás daba el rostro y parecía tampoco enterarse de quién entraba y salía, aunque si ponía uno atención, las cámaras de vigilancia estaban por donde quiera, siguiendo tus movimientos como un Gran Hermano Orwelliano. No le dije nada a ella para que no se sintiera más nerviosa de lo que ya estaba, aunque a mí también había algo que me incomodaba, tal vez esa fragancia a panteón. Metí el carro a la suite y nos dirigimos a la terraza. El mar estaba calmo por efecto de la tramontana en contra de las olas y nos tiramos en el camastro donde ella adoptó una pose pintoresca ya sin las bragas. Entonces vino a mi mente la evidencia de algo que había olvidado desde la niñez:

Mi abuela se bañaba con jabón maja  y se acicalaba con agua de colonia.

“¿De cuál loción usas?”, le pregunté. “Fragancia maja, se la cogí a la vieja“, me contestó con absoluta determinación, como quien da la hora.

Recordé que el día que murió la abuela, un primero de enero de 1980, cuando yo tenía siete años. Las tías la bañaron con su jabón preferido y le vaciaron un frasco de perfume al ataúd. No lo pude evitar. La mente humana es muy cabrona: creamos sesgos basados en el conocimiento inicial y urdimos una historia a partir de hechos limitados. Son nuestras proyecciones y categorizaciones falsas que surgen de una maquinaria neural defectuosa las que terminan por partirnos la madre o salvarnos. El día que mi novia usó las mismas esencias florales, me imaginé a mi propia abuelita culiempinada y no pude consumar nada, porque me di cuenta que todas mis ideas estaban determinadas por una cadena de causas previas, en este caso remembranzas de doce años atrás que creía olvidadas. Todo el camino de regreso lamenté los mil pesos que pagué por la lujosa habitación a orilla de la playa. Creo que hasta en silencio lloré maldiciendo la memoria de mis antepasados por revelárseme tan inoportunamente.

Luego me enteré que alguien la vio subirse a mi Chrysler Spirit negro –auto que usé en la década de los noventa- y le urdió una intriga a su padre, quien era un enorme vasco de Bayona fugitivo de la ley española y francesa, loco de atar. En cuanto llegó a casa la llevó a revisar con el ginecólogo, comprobándose por fortuna que seguía con el himen en su lugar, y lo que parecía ser la maldición de la abuela, se convirtió en mi mejor bendición pues me salvó de que me apretaran el pescuezo esa noche, o por lo menos de que llegara de manera prematura al altar.

Desde entonces cada Año Nuevo me acuerdo de ella: le llevo flores, un jabón maja a su tumba, y cuento esta historia en algún bar antes de sentarme a cenar con la familia.