martes. 23.04.2024
El Tiempo

Pablo Pueblo

“Ya luego el abuelo me confesó que compraba un billete de lotería cada que podía, para alimentar el alma de sus hijos con esperanza y que así no se rindieran, aun sabiendo que jamás ganaría un premio…”

 

Pablo Pueblo

La mente del poeta se nutre no únicamente de lectura y música clásica; también de la cultura popular.

En mi caso particular, me crié en la ciudad Puerto de Veracruz, bajo los acordes de sones afro cubanos y vallenatos colombianos. Ahí fue el primer contacto que tuve con la música y la poesía. También con la política y el poder (nunca voy a olvidar cuando era niño y marché junto a mi padre sobre Avenida Independencia, en una manifestación formada por disidentes del Sindicato del IMSS, y una horda antimotines rompió la formación a garrotazos. Mi padre corrió conmigo en brazos por más de un kilómetro hasta el malecón para salvarme del gas lacrimógeno. Ya luego platicaré con lujo de detalle aquel suceso, porque ahora no es el motivo de esta columna).

En aquel idílico Puerto de Veracruz de mi primera infancia, entre los setentas y ochentas, escuché “Pablo Pueblo”, una salsa de Willi Colón y Rubén Blades, que estaba de moda y no podía yo evitar que me evocara a don Heriberto, mi abuelo paterno (también otro sindicalista ferrocarrilero disidente de la época de Vallejo, con quien compartió celda en Lecumberri), quien cada día de raya preguntaba a sus hijos, armado de toda la esperanza que da la inocencia de un pobre obrero, qué preferían: no comer una semana y hacerse ricos,  o comer toda la semana y seguir siendo pobres.

Todos, mi padre y sus cuatro hermanos, gritaban al unísono que querían ser ricos aunque no comieran siete días, y entonces el abuelo salía corriendo a comprar un billete de la Lotería Nacional.

Sólo mi abuela, más pragmática y centrada en la realidad, sabía que esa semana debía volver a pedir fiado en el tendajón para alimentar a la familia, con la promesa de pagar algún día que “se nivelara”. Supongo que don Lole, el dueño de los abarrotes, o debía tener un corazón de oro o de plano estaba enamorado de mi abuela Esther, quien seguía siendo buena moza a pesar de sus siete embarazos (dos de los niños no sobrevivieron a la pobreza y sucumbieron de enfermedades prevenibles), porque esperaba hasta el aguinaldo para que le cubrieran la deuda sin cobrarles intereses.

Está por demás decir que los viejos nunca se hicieron ricos.

Ya luego el abuelo me confesó que compraba un billete de lotería cada que podía, para alimentar el alma de sus hijos con esperanza y que así no se rindieran, aun sabiendo que jamás ganaría un premio. Después de todo, lo que parecía un disparate tuvo sentido, porque formó hombres y mujeres de bien y de trabajo.

Así también terminó Pablo Pueblo, en espera de un golpe de suerte, mirando a su mujer y los nenes preguntándose hasta cuándo.

Pablo Pueblo, más que una simple salsa para bailar, es un poema social que nos retrata como latinoamericanos, vigente en cualquier época y lugar. Es de lo mejor de la lírica popular, y tal vez la canción que me hizo prestar más atención a las letras de los ritmos tropicales que encierran la filosofía de la América Hispana:

Pablo Pueblo/ llega hasta el zaguán oscuro/y vuelve a ver las paredes/con las viejas papeletas/que prometían futuros/en lides politiqueras/y en su cara se dibuja /la decepción de la espera.

La marginación es como una enfermedad que se carga en los cromosomas y se contagia de padres a hijos, quienes sin haberla escogido, llevan el estigma de una culpa de la que desconocen el origen, pero la trasmiten a las generaciones futuras, hasta que la educación actúa en consecuencia como una vacuna.

El pueblo de México está más informado que hace seis años, y probablemente mejor educado que hace seis décadas.

Este primero de julio, todos los Pablos Pueblo votamos por la esperanza que nos prometieron, aun cuando muchos sabemos que para poder lograr un cambio radical, se necesita por lo menos una generación completa y no sólo buenas intenciones.

Espero que ahora sí, esta luna de miel derive en un feliz matrimonio, y que mi abuelo, don Beto Pueblo, quien trabajó sol a sol, jamás bebió un trago ni tuvo vicio de damas y aun así no hizo fortuna, desde la eternidad pueda ver lo que no vio en sus 85 años de vida: el resultado de su lucha. Que nada fue en vano, y sus hijos y sus nietos no terminarán como él, jugando a la lotería y comiéndose un clavo.